Hacia la mitad de agosto se
difundió la versión correspondiente a este año de uno de los índices más
seguidos a la hora de “clasificar”
las Universidades. Se trata del conocido como Índice o Ranking Shanghai, que
impulsa la Universidad Jiang Tong de esa ciudad china. Los medios españoles
recogían reacciones diversas: la mayoría lamentaba que nuestras Universidades
sólo aparezcan a partir del puesto 200 (la Universidad Autónoma, mientras que
la Universidad Complutense es la 205) y alguna Universidad celebraba estar
entre las 500 mejores.
Vaya por delante que creo que cuantos
formamos parte de la Universidad Complutense debe aspirar a situarla en lo más
alto, al igual que cualquiera debe alegrarse de que así ocurra con su
Universidad española. Ni la mala situación actual, ni el descrédito que muchas
veces acompaña a las Universidades (sobre todo a las públicas) deben llevar a
olvidar la función esencial que están llamadas a jugar para nuestro desarrollo
y la exigencia de que se atienda de la mejor forma posible esa función. Por lo
tanto, ante ese u otros rankings la reacción que procede es trabajar y
esforzarnos más (profesores y alumnos) y exigir mayor inversión universitaria.
Dicho lo cual, el citado índice
debe ser recibido tomando en cuenta los criterios que animan su elaboración y
que pueden favorecer o perjudicar a unos u otros centros. Al propio tiempo, no
creo que el resultado de los mismos deba ser utilizado para animar a la reforma
de nuestras Universidades. Tomo de la crónica
de ABC de 16 de agosto los siguientes comentarios:
“El ranking de Shanghái,
reconocido como el más influyente del mundo y publicado ayer, sitúa una vez más
a las universidades españolas en una posición muy por debajo de la que
corresponde a nuestro país por su peso en la escena internacional. Aunque
puedan discutirse los criterios utilizados -que favorecen a las ciencias
«duras» sobre las humanidades-, existen serios motivos para la preocupación.
Nuestras «mejores» universidades (Autónoma de Madrid, Complutense y Barcelona)
aparecen entre los puestos 200 y 300, muy lejos no solo de las anglosajonas,
sino también de alemanas, francesas o italianas. Harvard sigue siendo la
primera, por delante de Stanford, según el ranking de este año, mientras que
Cambridge, en quinto lugar, es la primera de las europeas. Al margen de la
frialdad de los datos, es notorio que los centros de enseñanza superior se
encuentran en una situación de atonía que exige medidas urgentes. Sin embargo,
algunas autoridades académicas solo se ocupan de pedir más dinero y de amparar
intereses corporativos, dejando en segundo plano la investigación científica y
la formación adecuada de los alumnos.
De espaldas a la investigación,
factor determinante para el desarrollo, a su vez indispensable para remontar la
crisis, las aulas universitarias no han dejado de perder su necesaria conexión
con el mercado de trabajo. Sobran, en cambio, disciplinas teóricas impartidas
con desgana burocrática y valoradas mediante exámenes que rara vez premian la
excelencia. Los equipos de gobierno y los órganos colegiados imponen su ley en
las universidades, obligando a muchos rectores a dedicar el tiempo a satisfacer
el interés sectorial de sus electores. Incluso los rectores se permiten hacer
un «plante» al ministro de Educación por razones de imagen, para luego negociar
por detrás más ayudas. En estas circunstancias no es fácil plantear la reforma
a fondo que necesita nuestro sistema universitario, pero es imprescindible -y
urgente- dar algunos pasos en la dirección correcta. José Ignacio Wert creó una
comisión de expertos cuyas conclusiones se esperan con impaciencia, pero lo
importante es la voluntad política para abordar un asunto que, aún más en estos
momentos críticos, afecta decisivamente al futuro de España. No se trata de
poner parches, ni de hacer cambios aparentes para dejar las cosas como están,
con el pretexto de que no hay dinero. La vida universitaria requiere talento,
esfuerzo y sentido de la responsabilidad, y no para subir peldaños en un
ranking internacional, sino con el objetivo de proporcionar ideas y soluciones
a un país que necesita el impulso de la innovación para volver a despegar”.
No discutiré que son muchas las
circunstancias que animan a una reforma del régimen legal y de funcionamiento
de nuestras Universidades, pero sí lo hago con que de una eventual reforma va a
resultar un ascenso inmediato en clasificaciones como la que comento. Entre
otras cosas, porque los criterios de calidad que se ponderan son distintos de
otros que pueden tener relevancia desde nuestra perspectiva. Más allá de tales
reparos, ante éste u otros rankings tengo la sensación de que se comparan
realidades muy diversas. Por tomar los más elementales y con respecto a la
docencia jurídica: ¿cómo se ponderan las condiciones de una Universidad pública
y una privada? ¿Cómo se valoran las distintas magnitudes al comparar una
Facultad de 400 alumnos y otra de 10.000?
Madrid, 4 de septiembre de 2012