Se publicó hace algunas semanas la reforma de la Ley Concursal (LC) y, como resultaba previsible, son múltiples las opiniones que se vienen publicando valorándola. Hoy quiero reseñar el artículo de mi compañero complutense el Profesor José Carlos González Vázquez, que de una manera clara y vigorosa formula una severa crítica hacia aspectos importantes de la reforma en un artículo publicado en “Consejeros”, cuyo título es expresivo: “La última reforma concursal o cómo no se debería legislar”.
Comparto con José Carlos las críticas que hace a aspectos generales de la reforma. Algunos de esos aspectos ahondan en el debilitamiento de la orientación correcta que, en mi opinión, había adoptado nuestro Derecho concursal con la aprobación de la vigente Ley. Al hilo de estas reformas se reproducen algunos de los errores que caracterizaron la regulación de la insolvencia en épocas precedentes. Vaya por delante mi comprensión hacia la dificilísima tarea de abordar el problema concursal. Esto es, no solo el problema del tratamiento de la insolvencia, sino el generado por la aplicación de la legislación concursal en los Juzgados y Tribunales, que en gran medida es un reflejo de la crisis económica que nos asola. El legislador se ve obligado a hacer frente a ese problema clamoroso y entiende que debe hacerlo a través de la reforma de la LC. Ese punto de partida es erróneo, pues ignora que son otras medidas adicionales las que resultan necesarias y, al mismo tiempo, atribuye a la norma concursal finalidades que no le corresponden. En línea con el artículo de José Carlos, me voy a fijar en dos ideas fundamentales.
La primera se refiere a los privilegios concursales. Es sabido que la LC trató de restringir determinados privilegios que hacían irrisorio acudir a un procedimiento con la voluntad de participar en la insolvencia de su deudor. Tal implicación resultaba para muchos acreedores inútil, dado que la solución dependía de cuál fuera la posición que adoptaran pocos y determinantes acreedores. Esos acreedores privilegiados solían ser las Administraciones y las entidades de crédito. Si valoramos el proceso de reforma de la LC en estos últimos años veremos que volvemos a reforzar la posición de esos acreedores privilegiados. Nadie discute la legitimidad de sus intereses, pero es cuestionable que la protección excesiva de los mismos descarte una tutela razonable a los demás acreedores, titulares de intereses igualmente legítimos. Las reformas están corriendo el riesgo de dejar fuera del concurso a los acreedores ordinarios. Éstos no tendrán ningún interés en la iniciación o tramitación del concurso si son conscientes de que nada deben de esperar de cualquiera que sea la solución del mismo.
La segunda consideración nos devuelve a otro problema plasmado en este blog a lo largo de sucesivas entradas. Me refiero a que nuestro legislador concursal se muestra confuso en relación con cuestiones fundamentales. Esto se advierte con respecto a la finalidad del concurso. Frente al enfoque inicial que la LC adoptó en el año 2003 y que claramente orientaba el concurso hacia la satisfacción de los acreedores, en el preámbulo de la Ley 38/2011 se reproducen argumentos e ideas que aparecían en reformas precedentes y que apuntan a una progresiva modificación de la finalidad del concurso, a favor de la llamada tesis conservativa. Esa tesis corre el riesgo de su inconcreción. Hacer que el concurso prolongue de manera innecesaria la actividad de empresas que no pueden satisfacer los pasivos acumulados y que parecen como incapaces de salir del concurso, reforzadas y saneadas, no parece razonable. En interés de todos está que el concurso no se utilice como una manera de prolongar una agonía acreditada. El concurso debe servir para que una empresa insolvente continúe con su actividad y pague de la manera más eficiente a sus acreedores.
Madrid, 31 de octubre de 2011