El pasado 29 de noviembre de 2011, la versión impresa de Expansión recogía un reportaje publicado previamente en The Wall Street Journal bajo el título “Los Consejeros delegados se resisten a irse”. Plantea esa crónica un fenómeno que se viene observando en las grandes compañías norteamericanas y que consiste en que quien venía ocupando el puesto de primer ejecutivo o consejero delegado (aunque quizás deba señalar que, por regla general, el puesto de CEO tiene unas competencias superiores a las de un consejero delegado a la manera que concebimos en nuestras empresas ese cargo), optan por permanecer en la estructura de administración de la compañía y lo hacen, además, como presidentes ejecutivos de la sociedad.
Esto da lugar a argumentos en uno y otro sentido, no sólo desde la perspectiva de los interesados sino también de la incidencia que esa permanencia tiene para la gestión de la compañía. No puede criticarse que quienes han ocupado la máxima responsabilidad en la gestión ordinaria de una compañía se queden en el Consejo y puedan aportar su experiencia a sus sucesores. Además, cara al exterior se da una favorable impresión de continuidad en la gestión de la compañía, lo que resulta relevante en compañías con una trayectoria positiva. La permanencia de quien ha pilotado la compañía hacia un desarrollo importante o durante un periodo de constantes beneficios evita incertidumbres derivadas de su sustitución.
En contra de esa práctica aparecen argumentos igualmente previsibles, como que permanezcan en una posición costosa para la sociedad quienes habrían obtenido por su trayectoria anterior una más que justificada remuneración. Tampoco deja de provocar dudas que quienes eran consejeros ejecutivos mantengan funciones de gestión y abonen la impresión de una duplicidad en el vértice del poder empresarial. Recordemos que en muchas compañías americanas rige la regla consistente en atribuir al CEO todo el poder inherente a la gestión diaria y ejecutiva.
En cuanto a los accionistas, se dice que esa continuidad viene provocando protestas por parte de inversores que consideran que la continuidad como presidente ejecutivo de quien era consejero delegado tiene un coste excesivo para la sociedad.
Todos los argumentos señalados y otros que puede suscitar la situación analizada, me parecen relativos. En materia de gobierno empresarial existe una tendencia a convertir la anécdota en categoría o, expresado de manera más formal, en traducir lo que funciona en una empresa o lo que no lo hace en otra en el fundamento de una “regla” de buena gestión. Esa voluntad uniformadora es peligrosa para la regla fundamental: que toda gran empresa puede organizar su gobierno de la forma más adecuada a sus circunstancias particulares. El tránsito de CEO a Presidente ejecutivo puede merecer el respaldo de los accionistas con respecto a quienes son considerados buenos gestores. El intento de mantenerse en ese segundo cargo de quienes no merezcan esa misma consideración, dará lugar a un claro conflicto, que tanto el Consejo de administración como la Junta de accionistas deberán resolver dando preferencia al interés social.
Madrid, 19 de diciembre de 2011