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jueves, 10 de diciembre de 2009

Crisis y nacionalismo económicos

Leí hace algunos días –y no he logrado recuperar el lugar- que el Presidente de la AEB planteaba la conveniencia de someter a subastas públicas abiertas las operaciones de reprivatización de las entidades financieras europeas que han pasado en estos años recientes a tener a los respectivos Estados como accionistas de rescate, con voluntad de transitoria permanencia. La petición, de confirmarse, resulta no sólo razonable, sino congruente con la efectividad del Mercado Interior. A pesar del fundamento empresarial y normativo de la propuesta, se adivina que va a tener poco éxito. ¡Es la política!



La crisis económica supone que las sociedades y las economías se sientan atacadas y que el nacionalismo (también el económico) se esgrima como reacción inmediata. Aunque tenga un alcance mayor al meramente empresarial, remito al lector al análisis que publicaba ayer Andrea Rizzi en El País sobre la relación entre nacionalismo y, entre otros factores, la incertidumbre económica. En el mismo diario, en febrero de este año se publicó una crónica que refería los enfrentamientos derivados de las ayudas a las empresas de automoción. Su título: “El nacionalismo económico reabre la división entre la vieja y la nueva UE”.

En los últimos dos años, los Gobiernos europeos afectados por las sucesivas caídas de sus bancos adoptaron medidas que resultaban cuestionables en algunos aspectos desde la perspectiva del ordenamiento europeo. Esas ayudas eran la lógica reacción de Gobiernos y Parlamentos ante la inquietud que para sus votantes deparaba el riesgo de insolvencia de sus entidades. El factor de oportunidad es especialmente valorado frente a amenazas sistémicas, ante las que el mantenimiento de la confianza en el conjunto del sistema crediticio resulta el principal elemento a considerar. Nada que objetar, por lo tanto, a que ante la incapacidad de los accionistas para recapitalizar una entidad, irrumpa el Estado correspondiente. El dinero de los contribuyentes se habrá utilizado para fines inequívocamente vinculados con los intereses generales.

Esas consideraciones mantienen su vigencia, incluso reforzada, cuando lo que se plantea es que el Estado venda sus acciones en esas entidades, de manera que se recupere de manera total o parcial la aportación de rescate. El problema que se plantea entonces es el de la identidad de los nuevos compradores. ¿Es razonable que las ayudas públicas hayan servido para que se beneficien del saneamiento los nuevos accionistas privados de control? La respuesta no es sencilla con carácter general, pero se simplifica si se contempla que ese nuevo accionista sea “extranjero” y, peor aún, otra entidad competidora. “Nunca”, dirán muchos.

Tienen que pasar algunos años hasta que resulte admisible para las opiniones públicas europeas y los Gobiernos que de ellas dependen que se acepte que la reordenación post crisis altere la nacionalidad del control de las grandes entidades que fallaron. Será un nuevo desafío para la construcción europea, en la que las barreras invisibles mantienen toda su vigencia.

Volvemos a una situación similar a la de hace un lustro, al hilo de las operaciones realizadas o proyectadas sobre las empresas energéticas europeas o de la aprobación de la frustrante Directiva de OPAs de 2004. Recuerdo que en un Seminario Harvard-Complutense dedicado a la armonización del Derecho de OPAs, Adolfo Domínguez comenzó su intervención evocando las declaraciones defensivas negando toda viabilidad a posibles ofertas sobre Danone anunciadas por competidoras estadounidenses: “Danone es para la cultura francesa tan relevante como la Catedral de Chartres”. A ello se añadía la consideración “estratégica” del yogur, vinculado con conceptos como la soberanía o los intereses nacionales franceses. Esa equiparación podía parecer una exageración, pero expresaba de manera genuina la
movilización francesa ante operaciones sobre empresas que se consideraban vinculadas con sus intereses nacionales. Las críticas no se hicieron esperar, en especial desde aquellos lugares en los que se ensalzaba como prioridad la efectividad del denominado mercado de control.

Habrá que recurrir al tópico del tiempo como juez implacable para explicar mi sorpresa cuando leí en la portada de la edición del fin de semana del
Financial Times (FTWeekend, 5-6 diciembre 2009, pp. 1, 10 y 22) las declaraciones del actual Ministro de Comercio británico (Business Secretary) Lord Mandelson (además, ex Comisario europeo), contra la posible OPA que la empresa americana Kraft proyecta sobre la británica Cadbury. Lord Mandelson subrayaba en tono amenazador la oposición a cualquier medida que pudiera perjudicar a esta última empresa, de ser adquirida por la potencial oferente. Lo que esto significa en la posición política del Gobierno británico lo subrayaba la propia noticia:
“His comments marked a government intervention almost unheard of in Britain in recent years, where ministers have steered clear of becoming involved in takeover bids unless there were serious competition concerns. The UK is likely to seek guarantees from Kraft on decision-making and employment at Cadbury, particularly at its historic Bournville site, if it buys the company. There are fears that Kraft could cut jobs at the Bournville site.

However, Lord Mandelson said that it was not his place to decide who owned Cadbury”
(p. 1).

Como cerraba la columna Lex, la opinión del Ministro “makes it no longer possible to mock French declarations that yoghurt was a strategic industry” (p. 22).

Asistimos a un nuevo episodio en el que se contrapone la legislación de OPAs y la sumisión de operaciones de concentración a la mera tutela de los intereses de los accionistas, frente a una consideración más amplia de los intereses que pudieran verse afectados. Esto último venía aflorando en distintos Estados europeos continentales, pero también en otros tan relevantes como el japonés [v. el interesante estudio de Hiroshi Oda “The Current State of Takeover Law in Japan”, The JBL nº 8 (2009), pp. 749-775]. Lo llamativo es que parezca contaminar al Gobierno británico.

Madrid, 10 de diciembre de 2009