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martes, 17 de febrero de 2009

Café para todos

“Se veía venir”, es el comentario más sencillo. En el origen de la crisis financiera, en su descripción y en la reacción ante la misma, las retribuciones escandalosas de los consejeros ejecutivos y principales managers de las instituciones financieras estadounidenses eran vistas con indignación por el resto de la sociedad. Las informaciones sobre su cuantía invitaban a volver a releer La hoguera de las vanidades, de Tom Wolfe, en la enésima constatación de que la realidad supera a la ficción. La nueva Administración Obama ha tenido que continuar con los programas de recuperación y estímulo de su Economía y Sistema financiero y, entre las principales novedades, ha anunciado la imposición de un límite máximo a la retribución de los ejecutivos de aquellos bancos que se hubieran beneficiado de fondos o ayudas públicas en su reciente recuperación. Se trata de que ningún ejecutivo perciba una retribución fija superior a 500.000 dólares, estando pendiente de determinar el límite de la retribución variable, aunque las más recientes noticias –como las que ofrece la reciente crónica publicada en The New York Times- sobre la tramitación de la nueva legislación revelan que el Congreso y el Senado estadounidenses han adoptado una postura especialmente severa, yendo más lejos de la propuesta gubernamental.


En términos jurídicos, el cambio que se produce es absoluto. Desde lo que podríamos describir como un completo laissez faire en esta materia, en donde era el mercado quien resolvía esa cuestión (lo que admite importantes matizaciones) se pasa a una solución imperativa, en la que es el Estado el que –ley mediante- limita la retribución que pueden percibir los directivos de determinadas empresas. Estamos además ante una solución igualitaria, de amplio alcance si se toma en cuenta que son una notable y triste mayoría las entidades de Wall Street que, por haber precisado del rescate bancario, quedan sometidas a ese límite. Un cambio absoluto frete al pasado inmediato, que cobra una significación extraordinaria en Estados Unidos, en cuyos mercados la retribución de los ejecutivos se analizaba como resultado del normal juego de los intereses en liza.

“Se veía venir”, repetirán muchos. Menos serán los que se preguntarán, remedando el título almodovariano, “¿qué he hecho para merecer esto?”. Pero esa es la cuestión cuya respuesta resulta más interesante e ilustrativa. La realidad de las retribuciones de los ejecutivos en las grandes corporaciones americanas y, en especial, en las firmas emblemáticas de Wall Street hace tiempo que superó cualquier previsión. Un reguero de indignación iba creciendo al hilo de su conocimiento público, sobre todo cuando trascendía la indemnización convenida con los gestores a los que se despedía como consecuencia de los malos resultados. La doctrina científica norteamericana venía ocupándose intensamente del problema, como uno de los grandes fracasos del Derecho de sociedades americano, toda vez que existía una evidencia del alejamiento entre la prestación y la retribución de los ejecutivos. Pay without performance era el expresivo título del libro que Bebchuk y Fried publicaron en 200-. Existía un estado de opinión cada vez más reacio a admitir las prácticas en materia de retribución de los ejecutivos. Una de las tendencias más intensas, que la crisis financiera ha situado en un lugar de atención preferente, era la introducción de un efectivo control por los accionistas de ese aspecto del funcionamiento de la sociedad: say on pay era la breve pero significativa reivindicación a favor de los accionistas. La mayor y decisiva intervención de éstos –junta general mediante- será un cambio próximo, que probablemente se adopte con eficacia general para todas las sociedades cotizadas americanas.

Hasta ahora, los beneficiarios del sistema retributivo ignoraron cualquier alerta. Año tras año continuaron sacando partido puntual a sus retribuciones. La publicación a principios del año 2008 del bonus correspondiente a cada uno de los CEOs de los (entonces) grandes bancos de inversión de Wall Street ocupaba la portada de los principales diarios. Digo entonces grandes bancos porque el presente ha hecho que la mayoría o han desaparecido, o han pasado a ser filiales de otros. Volvamos a principios de 2008. El conocimiento de esas retribuciones fue recibido con asombro, primero, con abierta indignación luego. La quiebra de Bear Stearns ya fue un aldabonazo de lo que luego vino. Uno tras otro –nunca tuvo más sentido lo de que las excepciones son contadas-, los protagonistas de Wall Street comenzaron a caer, arrastrando a millones de inversores y a decenas de miles de empleados. Los beneficios dejaron paso a pérdidas extraordinarias y a que el Tesoro norteamericano tuviera que destinar cantidades ingentes de recursos, con el fin de evitar el hundimiento del sistema. La orgullosa y envidiada Wall Street fue rescatada por los contribuyentes. Si usamos el término de pagadores de impuestos (“taxpayers”) resultará más comprensible la cólera de tantos que fueron llamados a reparar los daños causados por tan pocos. Más aún cuando se conocía que uno de los potenciales destinos de esos fondos públicos era el mantenimiento de las retribuciones convenidas antes del colapso.

Algo tan evidente ha provocado una reflexión colectiva, una de cuyas conclusiones apuntaba a la necesidad de corregir un sistema de compensación que estaba, en buena parte, en el origen de la crisis. Las sucesivas declaraciones públicas deplorando las prácticas retributivas, repetidas por la nueva Administración incluido el Presidente Obama, permitían vaticinar la adopción de la medida. La aportación de fondos públicos era de una cuantía tan extraordinaria, que similar naturaleza debían tener los sacrificios de quienes desde la gestión de las entidades auxiliadas se beneficiaban de tal ayuda.

La adopción de esta medida por el legislador americano ha tenido un especial eco, pero no fue el primero en considerarla. Ya fue contemplada, por ejemplo, en Alemania y Gran Bretaña, con ocasión de las medidas iniciales de salvamento. Son muchos los Estados en los que se está analizando la introducción de similar límite legislativo. Es fácil adivinar que, sobre todo, en aquellos lugares en donde mayor ha sido el esfuerzo público en la recuperación de sus entidades de crédito. Cabe adivinar, incluso, que la Unión Europea reconsidere su posición ate el problema. Hasta ahora, la opción europea quedó plasmada en la Recomendación de 2004. No sería extraño que, como parte de las medidas que se vienen adoptando para establecer una respuesta común ante la crisis financiera, se propongan cambios en la legislación societaria por medio de una futura Directiva. La alternativa estaría constituída por permitir las reacciones individuales de los distintos Estados miembros, dando lugar a una situación escasamente armonizada en un aspecto esencial del régimen de las grandes sociedades. No parece, sin embargo, que esa respuesta desordenada prospere si recordamos que en la cumbre que el G-7 acaba de celebrar en Roma se ha planteado encargar a la próxima reunión del G-20 que tome medidas de intervención sobre la retribución de los directivos en el sistema financiero.

Algún medio influyente ha titulado el Plan Obama recientemente aprobado como la continuación de la intervención del Estado en la vida económica. No faltarán voces que digan que esa intervención es palmaria cuando la ley limita la retribución de los ejecutivos. A lo que otros responderán, con no escasa contundencia, que la misma Ley es la que antes se encargó de salvar a las entidades de los errores de sus gestores. Me parece evidente que poca resistencia cabe plantear a la limitación de retribuciones de los gestores de entidades que sobreviven gracias a los fondos públicos. La aportación de éstos en forma de nuevos recursos propios y la limitación de la retribución de los gestores son dos caras de la misma moneda: la intervención estatal. Pretender que ésta se traduzca respecto de una misma entidad sólo en un aspecto –la aportación del dinero del Tesoro público- y no en el otro –extender los sacrificios de la nueva situación a los gestores que cuentan con ese respaldo público- resulta injustificable. Los gestores de entidades con problemas tienen que responder de su mala gestión y asumir una menor retribución. Otra cosa sería no sólo dispensar de responsabilidad a los incompetente, sino además premiar su negligencia, que otros han tenido que padecer (accionistas, empleados, clientes, etc.) y otros (el Estado) que reparar.

Ello no impide compartir algunas previsiones sobre los efectos indeseados que puede tener esa medida. En una de sus columnas en The Wall Street Journal, Jason Zweig expresa su escepticismo ante la iniciativa, partiendo de la premisa de que cualquier medida que se adopte para hacer frente a la crisis financiera cumple una regla no escrita: las impredecibles consecuencias que terminan por imponerse sobre los motivos inspiradores de la norma excepcional aprobada. Sus reflexiones apuntan especialmente a las formas que se buscarán los destinatarios de la norma para eludirla.

Sin perjuicio de ello, la limitación de la retribución de los ejecutivos de los bancos rescatados va a tener otras consecuencias más predecibles. Me refiero a la salida de esas entidades de aquellos directivos disconformes con esa limitación, que resulta notable con respecto a los baremos retributivos que estaban hasta ahora en vigor y que, por tanto, puede afectar a la gestión de las entidades. Los directivos más prestigiosos seguirán recibiendo ofertas laborales que les permitan escapar de esa limitación. Con ello asistiremos a una paradoja: la defensa de los intereses generales que persigue esa limitación puede terminar provocando que los mejores gestores sean los de sus competidores.

En España las cosas se presentan de distinta forma. En primer lugar, porque no asistimos a una crisis financiera como la vivida en otros Estados. En segundo lugar, no se han vivido situaciones tan obscenas como las conocidas en Estados Unidos, que podríamos resumir diciendo que nunca tan pocos ganaron tanto y arruinaron a tantos. Con un prudente criterio, nuestros principales directivos bancarios han anunciado reducciones en sus retribuciones, lo cual es una consecuencia de la reducción del beneficio de la entidad y de los dividendos de sus accionistas. Es un alineamiento de intereses a la baja. Se repiten las recomendaciones gubernamentales, igualmente prudentes, para que todos los directivos congelen sus retribuciones. Harán bien en atender esos avisos sus destinatarios. El refranero invita a la cautela cuando nos dice que debe prestarse atención al rasurado del vecino. No hacerlo puede implicar, en materia de retribuciones de ejecutivos, que la invitación al café para todos se extienda aún más.

Madrid, 15 de febrero de 2009