La Liga ha recobrado en estos últimos fines de semana un especial interés. No se trata sólo de que, enlazando en la tradición del campeonato, el título vuelva a presentarse como una lucha entre el Barcelona y el Real Madrid. Ambas instituciones mantienen un estatuto singular –creo que acompañados por alguna otra entidad- pues su forma jurídica no se somete a la de sociedad anónima deportiva que, conforme a la legislación vigente, es la que adoptó la mayoría de los equipos que juegan en la competición profesional. Supongo que han sido repetidas las ocasiones en las que se ha planteado esa solución especial, las razones de su adopción y las que sostienen su vigencia. La oportunidad de recuperar esa reflexión la abona, en mi opinión, el hecho de que de forma paralela a su recuperación liguera, el Real Madrid afronta una situación de próximo cambio de control, desde la dimisión del anterior Presidente y hasta la celebración de unas elecciones que se han de celebrar al cierre de esta temporada deportiva. Esa interinidad llama la atención sobre cómo se alcanza y ejerce el poder y la propiedad en una institución como el Real Madrid (como sucederá cuando el Barcelona aborde el correspondiente proceso electoral). Más concretamente, sobre la relación entre riesgo y poder patrimoniales que se observa en esas entidades.
El régimen legal de los equipos o clubes de fútbol se mueve en torno a dos tendencias. De un lado, la defensa de factores sociológicos o emocionales, que llevan a defender la especial naturaleza de estas instituciones (de las que se pretende que son “algo más” que un club) y, de otro, la conciencia de que se está en un punto de encuentro entre el mundo de las competiciones deportivas y el de los negocios, en el que prima esto último. Cuestiones como los derechos de explotación de la imagen, el patrocinio o el marketing encuentran en el fútbol profesional un desarrollo sin igual. Esta significación empresarial es la que llevó a las sociedades anónimas deportivas, que como regla general es seguida por la mayoría de clubes, de los que no es dudosa su condición empresarial. Son sociedades mercantiles sometidas a los deberes legales propios de todo empresario (inscripción registral, contabilidad, etc.) y que además quedan subordinadas en algunos aspectos a la supervisión administrativa.
Es un hecho notorio que la titularidad de las grandes sociedades futbolísticas europeas corresponde a empresarios conocidos. La sociedad anónima futbolística se convierte en una sociedad más dentro de un grupo empresarial, que aún cuando registre cuantiosas pérdidas con frecuencia, conlleva a favor de su dueño otro tipo de rentabilidades, que deparan oportunidades de negocio sumamente ventajosas. La propiedad del capital de la sociedad anónima está en manos de unos pocos (que asumen el riesgo patrimonial derivado de su condición de accionistas), y resulta plenamente compatible con el continuado apoyo que el equipo recibe de todos sus seguidores (a quienes no afecta patrimonialmente cuál sea el resultado del ejercicio).
He leído en estas últimas semanas en el diario ABC sendos artículos de María José González Demasiadas prórrogas y Gabriel Camuñas Hacia el fin de las sociedades anónimas que coinciden a la hora de cuestionar el modelo actual, aunque lo hagan, si he interpretado bien, desde ópticas diversas. No sigo con atención el debate sobre la legislación deportiva e ignoro si esas opiniones se enmarcan en lo que pudiera ser un debate prelegislativo. En cualquier caso, ambos artículos contienen distintos argumentos de interés. La primera autora, invoca un reciente Informe del Parlamento Europeo que apunta a la conveniencia de la participación en el capital social y en la gestión de los aficionados. Se reivindica la coincidencia en un mismo sujeto de una condición plural: “socio-aficionado-abonado-accionista minoritario”. Considera dicha autora que las sociedades anónimas deportivas no han sido una solución, entre otras razones, por cuanto no han sabido sanear económicamente el fútbol. Gabriel Camuñas parece compartir esa tesis sobre el fracaso de las sociedades anónimas deportivas, y defiende que los auténticos dueños de un club deben ser sus socios y abonados.
Son dos opiniones que parten de algunos hechos que no admiten discusión pero que incorporan una conclusión que cabe discutir. Me refiero a la opinión que considera que los defectos que se observan hoy en día en la situación y en la gestión de muchos clubes de fútbol españoles, tiene su principal razón de ser en la titularidad del capital de aquéllas.
El Diccionario de la Real Academia apunta en una de las acepciones de la palabra “club” el origen del problema y también su solución. Un club es una “Sociedad fundada por un grupo de personas con intereses comunes y dedicada a actividades de distinta especie, principalmente recreativas, deportivas o culturales”. Cualquier seguidor de un equipo de fútbol profesional comparte con los demás el interés por el éxito competitivo del “club de sus amores”. Pero eso es lo único que comparten. También comparten un hecho negativo: no les interesa la aportación de recursos al club, distintos de los que pagan para poder asistir al espectáculo deportivo.
En una sociedad anónima deportiva serán muy pocos los seguidores del club dispuestos a invertir una parte sustancial de su patrimonio en el capital de éste y, desde luego, a convertirse en accionistas mayoritarios. Por eso dudo del acierto de la propuesta que se atribuye al Parlamento Europeo. Los seguidores de un club no quieren asumir un riesgo económico vinculado con el éxito o el fracaso de la gestión de la entidad. Su preocupación es estrictamente deportiva, o emotiva si se prefiere. Las cosas van bien o mal en función del resultado y de la clasificación. Me incluyo en ese grupo. Presto atención a cuestiones deportivas, en especial cuando quien las explica con su brillante y sentido del humor es el Prof. Otero Lastres, que a su condición de avanzado mercantilista añade una larga singladura por la gestión deportiva. Sobre el tema tengo pendiente la lectura de una reciente conferencia suya. A ella dedicaré una posterior entrada.
Son muy pocos los seguidores o aficionados que tendrán un interés efectivo por pelear por el control de “su” club. El modelo vigente en los clubes que no son sociedades mercantiles sustituye la suscripción y desembolso de una participación significativa en el capital, por la prestación de un aval que garantice eventuales pérdidas o desfases patrimoniales. Es una solución que implica que el control de la entidad no conlleva la aportación de capital en sentido propio. El control de la entidad se alcanza, además de mediante el aval, por la inversión en una organización adecuada para concurrir con éxito a la campaña electoral correspondiente. Esto hace que no sean sólo los jugadores los únicos millonarios que participan en la vida del club, sino que necesariamente el acceso al poder empresarial en esos clubes quede reservado a seguidores o grupos de seguidores con una posición económica “desahogada”. No existe, en mi opinión, una proporción adecuada entre el relativo riesgo patrimonial que asume quien aspira a controlar esa entidad y las enormes ventajas directas e indirectas que el cargo conlleva una vez que se obtiene.
El legislador debe reformar el actual sistema, generalizando la forma de sociedad anónima deportiva sin excepciones y obligando a quien aspire al control de la misma a realizar una inversión de capital. No creo que los problemas financieros o de resultados que presentan algunas sociedades anónimas españolas se deban tanto a un fallo propio del modelo, sino a cuestiones extradeportivas. Por ejemplo, las autoridades de cualquier nivel y signo político son extremadamente permisivas con los equipos profesionales. Probablemente lo son porque piensan en términos políticos, es decir, en la oportunidad de canalizar la simpatía a favor del Alcalde o Presidente de la Comunidad, por parte del amplio número de seguidores de esos equipos, al fin y al cabo, potenciales votantes. La consecución de un éxito deportivo se ve continuada por una auténtica peregrinación política. Esa simpatía interesada es la que hace que, por ejemplo, un acreedor tan poco proclive a la gracia como el Fisco, permita la acumulación de deudas tributarias muy considerables que al final, por ser inasumibles por las sociedades deudoras, las termine soportando el Tesoro Público. También la Seguridad Social dispensa en medida nada desdeñable del cumplimiento de las obligaciones legales a algunos equipos. Las políticas urbanísticas se acomodan no sólo a estrictas razones de ordenación, sino también a los beneficios económicos que el club puede recibir. Por último, las entidades de crédito, especialmente las que presentan una vinculación política singular (las cajas de ahorro) se muestran laxas a la hora de conceder financiación a esos equipos.
Todo ello genera una sensación de impunidad en la mayoría de los gestores de esos clubes, que consideran que la eventual insolvencia de la entidad no es un problema empresarial, sino político y, además, de tal magnitud, que otros se verán forzados a arreglar el entuerto. Es lo que hace que la gestión de muchos equipos de fútbol (sean o no sociedades anónimas) sea un ejemplo de gestión manirrota y negligente. Vuelvo a Camuñas, que escribe abiertamente que resulta del dominio público, que los dirigentes se enriquecen con la percepción de comisiones de los jugadores que contratan o traspasan. Si es así, sin necesidad de reclamar la intervención de los poderes públicos, queremos preguntarnos ¿dónde están los dueños del club?
Por esas razones, reitero que el legislador debe depurar el modelo y ofrecer claramente dos cauces separados para la participación en la vida de una sociedad anónima deportiva. La que deben de utilizar quienes quieran alcanzar el control de la entidad aportando cantidades relevantes a los recursos propios de ésta, convirtiéndose así en accionistas significativos o titulares del poder empresarial. Estos serán los dueños de la empresa, sean mayoritarios o minoritarios. Quienes, por su parte, acudan al campo a disfrutar o sufrir del espectáculo, serán dueños de sus emociones, comunes con las de quienes les acompañan, pero sin que podamos esperar de ellos que ejerciten control alguno de la gestión de la entidad. Lo que resulta no sólo ineficiente económicamente, sino cuestionable jurídicamente, es que la asunción de un remoto riesgo patrimonial en forma de garantía personal permita acceder a la gestión de grandes instituciones a quienes, alcanzado el poder, lo usan con criterios más propios de un “hincha”, que con los de quien se juega su propio patrimonio o el de quienes le han confiado la función de protegerlo.
Madrid, 5 de marzo de 2009