Los amables lectores que sigan este blog regularmente saben que está dedicado a cuestiones jurídico-mercantiles y, de forma ocasional, a comentarios vinculados con cuestiones de mayor alcance, como las referidas a la docencia y al aprendizaje del Derecho mercantil. Esta entrada es una de esas ocasiones, pues se refiere a uno de los problemas fundamentales de nuestro modelo educativo: la formación de los alumnos y, en especial, el papel que en ella juegan las humanidades. Es una cuestión que, por supuesto, no compete sólo a la Universidad, pero cuya realidad aflora en ésta con especial intensidad y, desde luego, lo hace en cualquier Facultad de Derecho.
Al tema llego, además, a través de un feliz reencuentro con un buen amigo. Porque sólo la indolencia de quien suscribe y la capacidad de que cosas secundarias desplacen a las principales justifica que dedique menos tiempo del debido a saber de Arturo Leyte. Arturo me ha sorprendido –sorpresa que he compartido con cuantos hayan tenido la suerte de leerlo- con un reciente artículo, publicado en El País titulado El territorio de las humanidades, en el que se formula preguntas sobre el papel que el sistema educativo y científico atribuye actualmente a las humanidades y sobre el espacio que en ese sistema queda para éstas.
Un papel y espacio en constante y acelerado declive al que asistimos instalados en una mansa resignación de la que nos sacude el citado artículo. Porque no se trata sólo de un diagnóstico sobre lo obvio: la cesión de las humanidades a favor de una expansiva cultura técnica. El artículo apunta a la cuestión central. Al problema político que genera esa situación de abandono de la enseñanza de las humanidades:
“Descartado que puedan ocupar su antiguo papel en la organización actual del saber y las ciencias, la pregunta por las humanidades y su improbable territorio ya no puede plantearse solo en términos científicos, sino políticos: ¿quiere dedicar una sociedad recursos económicos, con todo lo que eso implica, para implantar seriamente los estudios humanísticos, dejando de enmascarar su progresivo y estructural recorte? La pregunta se puede plantear en términos más intuitivos: ¿quiere una sociedad, por medio de su Gobierno, formar a sus jóvenes ciudadanos en estudios como la historia, la literatura, el arte, las lenguas clásicas o la filosofía?, ¿o prefiere una educación de la que haya desaparecido la posibilidad de leer, escribir, interpretar, juzgar y decidir cultivadamente?”.
Por lo tanto, no es un problema estrictamente educativo, sino de auténtica configuración social. Una configuración en la que hay que preguntar sobre las consecuencias de que las humanidades pervivan en un territorio cada vez más restringido. Transcribo el párrafo final:
“El sacrificio social que se ha pagado a cambio ha sido enorme y la degradación está servida: las humanidades ya no pueden constituirse en el fondo sobre el que construir una sociedad libre y crítica. Pero, ¿qué las va a suplir? Los sobrentendidos aquí no valen y constituyen la puerta de entrada de los totalitarismos, que por descontado son antiilustrados. De ahí que la imagen más sombría proceda de pensar cómo la moderna sociedad democrática fue también la que descabezó las humanidades, seguramente por imponderables de la masificación, pero también por considerar que estaban teñidas de un halo elitista que las identificaba con las antiguas clases de poder. No se percibió que fue la propia conciencia formada en las humanidades la que justamente había acabado con aquel antiguo poder. Hoy podríamos preguntarnos si, más allá de la gestión económica de los recursos y su distribución, es posible una sociedad democrática sin contar con la reimplantación de las humanidades”.
Me lo pregunto y, respondo: claro que no es posible. El articulista critica a los defensores de las humanidades: “de ellos casi siempre cabe esperar un lamento por su decadencia, sin reparar en la propia responsabilidad contraída en su degradación”. Acepto la crítica y hago un muy modesto propósito de enmienda: no puedo aspirar a que el nuevo Ministro de Educación, cual Sansón, derribe los muros del actual sistema para edificar en su lugar una revitalizada propuesta que devuelva a las humanidades el protagonismo perdido. Mas cultivar las humanidades no puede depender sólo de la acción legislativa o administrativa. Aún más decisiva es la preocupación de cada uno por acudir a ellas, por conocer más y mejor las humanidades.
Nuca es tarde para ello, ni es un propósito que deba abandonarse al alcanzar determinados cargos, puestos o responsabilidades. Pero como hablamos del sistema educativo, me referiré a sus destinatarios y, en concreto, a los que hoy son los alumnos de nuestras Facultades.
Desde aquí me atrevo a recomendar a quienes aspiran a ser “Letrados”, es decir, a pelear por la Justicia usando el lenguaje y las ideas, a diferenciar lo justo de lo injusto y a discutir ambos, a conocer y criticar la ley, pero también las ideas que la amparan o su génesis histórica, a plantearse el fundamento de los derechos individuales (fundamentales o no) y colectivos, a comprender los conflictos de intereses y a resolverlos, a entender la regulación de los intereses privados y públicos y tantos otros problemas elementales que el ordenamiento jurídico ha de resolver, a que busquen en su formación humanística una mejor manera de hacerlo.
En esas o en cualesquiera otras manifestaciones de lo que significa vivir el Derecho, las humanidades juegan un papel determinante. Si una sociedad democrática es un Estado de Derecho, la formación de los juristas llamados a tener un papel protagonista en su vigencia mejorará cuanto mayor sea el territorio de las humanidades.
Madrid, 10 de enero de 2012