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viernes, 16 de octubre de 2009

Sobre la incertidumbre y el malestar del Derecho de sociedades

En un reciente número de la Revista de Derecho Mercantil me encuentro con un interesante artículo del Profesor José Miguel Embid Irujo [“El presente incierto del Derecho de sociedades”, RDM 272 (2009), pp. 453-482], cuya lectura recomiendo. Me ha parecido que son dos las consideraciones fundamentales que animan el artículo: la primera atiende a la actualidad, al análisis de “las posibles repercusiones que la actual crisis económica es susceptible de provocar en el terreno jurídico” y la segunda, al problema de fondo, que es la orientación seguida en los últimos años en la construcción del Derecho español de sociedades. Aunque el autor repite que su planteamiento está condicionado por los breves límites de su artículo –que parte de una previa conferencia-, su planteamiento presenta todos los elementos suficientes para la exposición completa de un tema siempre discutido, pues en definitiva cuestiona cuál debe ser la inspiración fundamental de la política legislativa en este ámbito.


Su primera consideración me parece irreprochable: la actual crisis no sólo plantea problemas económicos o financieros, sino también normativos. Obliga a revisar cómo se ha legislado, cuál es el grado de “responsabilidad” de las normas existentes o ausentes en la gestación de esa crisis y cuál debe ser la respuesta legislativa a partir de ahora. (Acabamos de regresar del VII Seminario Harvard Complutense, en el que hemos dedicado dos ponencias a este asunto: la del Profesor Howell Jackson “The Financial Crisis and Regulatory Reform in the United States” y la que titulé, “La influencia de la regulación en la crisis financiera”). En esa revisión de los aspectos y efectos normativos de la crisis para el Derecho de sociedades, el profesor Embid repite la idea conforme a la cual, la primacía de la autorregulación como solución y la limitación de normas imperativas que han caracterizado la forma de hacer nuestro Derecho de sociedades pre-crisis no puede mantenerse. Cito algunas reflexiones:

“Una cosa sí parece clara: de la autorregulación, ayer panacea de todos los males, se habla hoy bastante poco, y menos para reclamar su concurso al indicado fin. Habrá que concluir, siquiera de manera provisional, que la demanda de una mayor regulación (se supone que imperativa) se encuentra en las antípodas de lo que, casi hasta hoy mismo, constituía moneda corriente en el debate y la práctica jurídicas, cuyo seguimiento, sin mezcla de crítica alguna, parecía el camino idóneo para gozar del aprecio intelectual y seguramente profesional, de los mercados y de sus operadores. (p. 454).

En efecto, el propósito de reducir el alcance y significado de las normas imperativas en punto al gobierno corporativo, así como en lo que se refiere a la constitución y reglamentación de los diversos tipos societarios (sobre todo, los de naturaleza capitalista), ha sido un auténtico Leitmotiv en estos últimos años. Que tal idea no se haya plasmado siempre en normas legales o, en su caso, que no lo haya hecho con la misma intensidad, según el ordenamiento jurídico que consideremos, en nada se opone a la afirmación que se acaba de hacer. (p. 459).

Con todo, conviene no olvidar que la autorregulación no es, no puede ser, el instrumento exclusivo a la hora de considerar el entero régimen normativo dentro del Derecho de sociedades, ya que, en todas las épocas y lugares, habrá de concurrir con las normas imperativas vigentes, más abundantes, por lo común, en el marco de la sociedad anónima (sobre todo, si es cotizada) que en el de las restantes sociedades mercantiles. (p. 465).

Sin perjuicio de la existencia de una cierta tipología de dichos códigos, es común a todos ellos la idea de formular meras recomendaciones, desprovistas de sanción si no son seguidas. El hecho de que los códigos de buen gobierno sean el resultado del trabajo de comisiones de expertos designados por el poder público, que termina dando a su formulación un carácter de “oficialidad”, permite dudar de la pertinencia del término “autorregulación” en este contexto.(p. 466).

A pesar de ello, resulta muy clara la inspiración ideológica que, en nuestro tiempo, subyace al empleo habitual del término “autorregulación”: se trata, lisa y llanamente, de reducir todo lo posible la presencia de las normas imperativas en el Derecho de sociedades, y, más en concreto, en la ordenación de las sociedades cotizadas, o, en su caso, de “diluir” su alcance efectivo, situando su interpretación, respecto de estas últimas , en el marco de las recomendaciones de los códigos de buen gobierno, y no al revés”.(p. 468).

El artículo que cito es una invitación a reflexionar sobre el momento que vive nuestro Derecho de sociedades. Al respecto, no creo que en el caso español algunas de las premisas de las que parte la contraposición entre el soft y el hard law sean plenamente certeras, puesto que estamos ante un modelo que presenta características singulares como son, a título meramente indicativo, que nuestros Códigos de Buen Gobierno se completan con normas que imponen soluciones vinculantes (por ejemplo, en la definición de lo que es un consejero independiente), o que la inobservancia de sus obligaciones fundamentales sí tiene consecuencias sancionadoras, sobre todo cuando nos encontramos ante el incumplimiento de los deberes básicos de información en esa materia (v., por ejemplo, el art. 116.5 LMV).

Comparto con el autor la decepción que produce la forma en la que se viene legislando en materia de sociedades entre nosotros a lo largo de los últimos años. Algunos de los principales defectos que se observan en ese reciente pasado y en el momento presente de nuestro Derecho de sociedades nada tienen que ver con los problemas que trata el artículo reseñado. Son consecuencia de la falta de una adecuada determinación de la política legislativa o incluso de la primacía de uno u otro Departamento ministerial a la hora de plantear las iniciativas legislativas. La regulación, en sentido amplio, de las sociedades cotizadas, es uno de los ejemplos más nítidos de esa situación. Otras soluciones normativas criticables admiten la dispensa del legislador español, puesto que éste se limita a tratar de trasponer en los plazos debidos las cada vez más frecuentes innovaciones o reformas adoptadas en esta materia por la Unión Europea. Resulta difícil, en esas circunstancias, conseguir que el Derecho de sociedades sea el resultado de un trabajo prelegislativo y legislativo sereno y orientado a la adopción de un determinado modelo.

En todo caso, como señalaba al principio, animo a la lectura del artículo del Profesor Embid, que estoy seguro que puede tener continuación en otras contribuciones que traten de abordar las cuestiones esenciales de la construcción de nuestro Derecho de sociedades.

Madrid, 16 de octubre de 2009