Universidad y
Sociedad
La
situación de la Universidad española ha merecido en los últimos años análisis
de diversa factura y varios intentos de replantear su futuro. El más
reciente se produjo con el Informe solicitado por el Gobierno sobre Propuestas
para la Reforma y Mejora de la Calidad y Eficiencia del Sistema Universitario
Español. Se entregó hace algo más de un año y no parece que se vaya a
traducir en cambios próximos.
La
visión general de la Universidad suele ser pesimista. Desde fuera y desde
dentro. Esto último no es nuevo. Los universitarios de toda clase y condición
tendemos a una visión negativa de nuestra actualidad académica, muchas veces
sin más argumento que el de considerar mejores los tiempos pasados. Argumento
debilísimo porque su único apoyo radica usar el criterio de valoración que
atiende a cómo se nos trata a cada uno de nosotros. Tendemos a decir que la
Universidad va mal porque sentimos que no nos va bien o, al menos, tan bien
como creemos merecer.
Esa
melancolía colectiva de raigambre individual se ha visto asentada por los
efectos sostenidos de una penuria
económica asfixiante que, en mi opinión, pagan sobre todo las actuales
generaciones de investigadores y docentes en busca de consolidar su posición. No
me sumo a la denuncia de los “recortes”
actuales, sino a la crónica insuficiencia
de los salarios académicos, en especial a la de los investigadores y docentes,
a tiempo completo. El servicio público no debe estar reñido con un
reconocimiento económico adecuado.
Ningún
observador medianamente sensato puede aceptar que decenas de Profesores en
nuestra Facultad, que acumulan cualificaciones y méritos más que suficientes,
puedan resistir muchos años más en la incertidumbre total sobre su futuro
personal y laboral, con sueldos de becario, esperando la convocatoria de plazas
por las que concursar. A medio plazo, ese capital humano dejará la Universidad
y ésta se verá privada de lo mejor que tiene. La calidad de una Universidad
comienza por la de sus docentes y alumnos: entre unos y otros existe una
recíproca dependencia. Debiéramos ser capaces de retener a los mejores alumnos
para la carrera docente pero, sinceramente, hacerlo es difícil ante lo gris de
lo que se les puede ofrecer.
La
Universidad no puede sucumbir a la penuria. No puede hacerlo, porque perderá su
razón de ser. Cualquier Universidad tiene asignadas unas funciones que enuncia
el artículo 1 de la Ley Orgánica 6/2001, de 21 de diciembre, de Universidades:
“Artículo 1 Funciones de
la Universidad
1. La Universidad realiza el servicio público de la
educación superior mediante la investigación, la docencia y el estudio.
2. Son funciones de la Universidad al servicio de la
sociedad:
a) La creación, desarrollo, transmisión y crítica de la
ciencia, de la técnica y de la cultura.
b) La preparación para el ejercicio de actividades profesionales
que exijan la aplicación de conocimientos y métodos científicos y para la
creación artística.
c) La difusión, la valorización y la transferencia del
conocimiento al servicio de la cultura, de la calidad de la vida, y del
desarrollo económico.
d) La difusión del conocimiento y la cultura a través de
la extensión universitaria y la formación a lo largo de toda la vida”.
Es
suficiente para poder afirmar que la Universidad sólo cobra sentido cuando
cumple sus funciones en interés de la Sociedad en la que se integra. La
Universidad nunca puede renunciar a su función creativa, al desarrollo cultural
y económico y a liderar de manera permanente el avance de la sociedad.
Cumplir
las funciones que la Ley nos asigna resulta fácil para quienes formamos parte
de una Facultad en la que se enseña y aprende el Derecho. Es la vida cotidiana
la que sirve de contraposición con lo que en nuestras aulas se dice y discute.
Son los hechos que cada día encontramos en la información el principal acicate
para pensar sobre la ley, sobre la función de quienes la aplican o la invocan.
Es la realidad la que dota de efectividad y de justicia tantas instituciones características
de nuestro ordenamiento. Enseñar y estudiar Derecho es incompatible con una
Universidad encerrada en sí misma, que da la espalda a ese escenario social al
que teóricamente se encaminan los conocimientos que en ella se adquieren.
La columna de Rafael Argullol
Cualquier
columna de Rafael Argullol es de lectura recomendable. Para cualquiera de los
que mantenemos un interés por la mejora de nuestra Universidad, la de su
columna titulada La
cultura enclaustrada es obligada. Redacto esta entrada a partir de su
lectura. La opinión de Argullol no es sólo un diagnóstico, sino una señal de
alarma acertada y oportuna, que comparto a salvo de alguna matización que luego
explico.
Lo fundamental
es que la Universidad no puede enclaustrarse, porque si lo hace, está negando
su razón de ser y su propia función social. Advierte el autor lo que es obvio
para quien mantenga alguna relación con cualquier Universidad:
“En
los últimos lustros, y de un modo increíblemente acelerado, se ha producido una
suerte de inversión de tendencias, a partir de la cual la universidad ha
tendido a replegarse sobre sí misma, como si añorara, en un modelo laico, su
antiguo origen monástico. Paradójicamente este repliegue se produce en el
momento en que las tecnologías de la comunicación, como en el Renacimiento la
imprenta, podrían facilitar la expansión de las ideas mucho más allá de los
circuitos universitarios”.
Que
los universitarios nos repleguemos dentro de nuestra propia concha, lejos de
ser una defensa inteligente, es lo más parecido a un estúpido suicidio colectivo.
El alejamiento de la Sociedad y de sus problemas fundamentales favorece el
discurso anti universitario y la caricatura de la Universidad como un reducto
de sabios (y no tan sabios) despistados, absortos en un mundo de nula
relevancia para la resolución de los problemas cotidianos. Argullol describe el
problema con precisión:
“Que
algo sea "demasiado académico", o sencillamente "demasiado
intelectual", es una piedra de toque común en nuestra sociedad. El
antiintelectualismo es una de las formas más toscas del populismo, pero
parece proporcionar fáciles réditos en una población ávida por ese consumo
inmediato de las cosas que la complejidad intelectual casi nunca otorga.
…
El
problema es que la universidad actual se ha convertido, por inseguridad, cobardía
u oportunismo, en cómplice pasivo de la actitud antiintelectual que debería
combatir. En lugar de responder al desafío arrogante de la ignorancia
ofreciendo a la luz pública propuestas creativas, la universidad del presente
ha tendido a encerrarse entre sus muros. Es llamativo, a este respecto, la
escasa aportación universitaria a los conflictos civiles actuales, incluidas
las crisis sociales o las guerras. En dirección contraria, el universitario
ha asumido obedientemente su pertenencia a un microcosmos que debe ser
preservado, aún a costa de dar la espalda a la creación cultural”.
Esta
polarización se advierte con frecuencia en el mundo jurídico. Supongo que más
de un lector habrá tenido ocasión de escuchar la distinción entre un jurista “teórico” y uno “práctico”, como contraposición entre quien enseña en las aulas las
leyes y quien reclama su aplicación ante los Tribunales. Dependiendo de quien
formule esa clasificación, la exaltación de una condición se hace a costa de la
denigración de la otra. Por ejemplo, algunos profesores ven a los abogados como
mercenarios de la toga, dispuestos a “retorcer”
la ley al servicio de cualquier interés (o mejor, de la mayor minuta de honorarios),
mientras que otros letrados ven al docente como charlatán inagotable, que
pretende revestir de pompa y confusión lo que es a todas luces sencillísimo (o
así lo creen algunos, pues es sabido que la ignorancia carece de aristas).
En
esa negación del otro perdemos todos. Sin embargo, lo hacemos especialmente
quienes desarrollamos una actuación que, además de a nuestra posición, afecta a
los intereses colectivos de la Universidad, a ese servicio público del que
formamos parte. No puede admitirse que lo que se enseña no sirve para la vida.
Desde luego, no admito que eso sea lo que acaece con la enseñanza del Derecho
mercantil. Baste con recordar a nuestros Maestros complutenses, que dan nombre
a los principales referentes de la abogacía española. O con evocar a tantos
otros Profesores que, desde la plataforma de la docencia, tanto reconocimiento
han merecido por su contribución a la convivencia de todos y tanta influencia
han tenido sobre el Derecho vivido, sobre quienes lo elaboran y lo aplican.
En
la Universidad y en la Sociedad debe existir una común preocupación por la calidad en la formación de los
juristas, arrumbando clasificaciones como la antes denunciada y enseñando a
distinguir, sencillamente, entre buenos y malos juristas.
De la docencia
y la burocracia
Vuelvo
a Argullol y a algunas de sus observaciones acertadas sobre el devenir de
nuestra Universidad, en la que la burocracia se abre camino:
“Dicho
de manera brutal: el humanista ha sido arrinconado por el burócrata (o si se
quiere, por un monje sin fe pero con gran perspicacia en la tarea de la propia
conservación). Naturalmente, esto no es atribuible a numerosos profesores,
pero sí es el dibujo simbólico de una tendencia general que, en sí misma,
supone la destrucción de la universidad tal como históricamente la habíamos
concebido”.
Cierto.
Pero me permito añadir que no creo que ese arrinconamiento se deba a una mera
tendencia mayoritaria de los profesores y sí a una política educativa concreta
y reflejada en la legislación vigente. En la Universidad enclaustrada es
inevitable que se prime el estar (aunque sea sentado en una cafetería) sobre el
ser. Como que se desconfíe del profesor a tiempo parcial, que abandona el
recinto académico hacia otras actividades extra muros que algunos de los que
permanecen resguardados en el castillo universitario (o al menos así se
sienten), consideran como una suerte de corrupción intelectual difícil de
tolerar desde los fundamentos de “lo
universitariamente correcto”.
Nadie
puede discutir que quien asume menores obligaciones reciba menor salario. Lo
que resulta cuestionable es que esa menor dedicación se traduzca en una
degradación en el ejercicio de los derechos que a los docentes se les
reconocen. Entre lo importante bastará con citar las limitaciones aplicadas en
materia de quinquenios o sexenios.
Pero
volviendo a los burócratas, el abandono de la creación cultural y el
acercamiento del universitario al burócrata es una creación política. No me
extenderé: son las normas de evaluación vigentes las que de manera creciente
han ido ponderando funciones de gestión universitaria (en Facultades o
Departamentos) o actividades sindicales de los docentes. Tan importantes como
enseñar, estudiar y publicar.
Desde
aquí reitero mi reconocimiento a tantos compañeros que asumen los cargos y las
cargas de gestión en nuestra Universidad. Lo que me resisto es a entender que
pasar por esa experiencia sea una condición necesaria para progresar, por
ejemplo, en la docencia de nuestra asignatura.
De los libros
a los papers
La
última mención a la columna de Argullol se refiere a las publicaciones y, en
concreto, a la forma de publicar:
“No
obstante, de un tiempo a esta parte, se ha producido un estrechamiento
paulatino del anterior horizonte al mismo ritmo en que la universidad, como
institución, ha sacralizado el paper como medio de
promoción profesional. En la
actualidad una gran mayoría de profesores ha descartado la escritura de
libros como labor primordial para concentrarse en la producción de papers.
En muchos casos esta renuncia es dolorosa pues frustra una determinada vocación
creativa, a la par que investigadora, pero es la consecuencia de la propia
presión institucional, puesto que el profesor deber ser evaluado, casi
exclusivamente, por sus artículos supuestamente especializados. Como quiera que
sea, el nuevo microcosmos en el que se encierra a la universidad traza una
kafkiana red de relaciones y hegemonías notablemente opaca para una visión
externa a la institución. Además de atender a sus labores docentes, los
profesores universitarios emplean buena parte de su tiempo en la elaboración de
papers, textos con frecuencia herméticos, destinados a
denominadas "revistas de impacto", publicaciones que tienen, por lo
común, escasos lectores —siempre del propio ámbito de la especialización—
aunque con un gran poder ya que son las únicas "que cuentan" en el
momento de evaluar al universitario.
En consecuencia, los profesores, sobre todo los jóvenes y en situación
inestable, hacen cola para que sus artículos sean admitidos en publicaciones de
valor desigual pero insoslayables. Se conforma así una suerte de
mandarinato que rige el microcosmos. Los profesores son calificados, mediante
las evaluaciones oficiales, de acuerdo con el acatamiento a aquellas normas. La
ilusión o vocación de escribir obras de largo alcance —algo que requiere un
ritmo lento, que a menudo abarca varios años— debe aplazarse, quizá para
siempre”.
El
párrafo transcrito, admite algunos comentarios desde mi visión limitada a lo
que podríamos denominar el mercado de las publicaciones y ediciones universitarias
en relación con el Derecho mercantil. En relación con ello, el comportamiento
de los docentes se ve afectado por una pluralidad de factores. El primero, sin
duda, el de la necesaria acumulación de méritos cara a su acreditación.
Lo que se
publica y cómo
La
mayoría de los docentes publica de acuerdo con los criterios de evaluación
determinados reglamentariamente. Lo contrario sería absurdo. Son esos criterios
los que introducen la exigencia de publicar en determinadas revistas que tienen
reconocido valor dentro de una concreta disciplina. Se publican muchos
artículos y menos libros. Ante todo, por la dispar valoración de ambos. No soy
un experto en los baremos vigentes a esos efectos, pero no creo equivocarme si
señalo que la publicación de monografías o de las obras de largo alcance que
reclama Argullol no es objeto de un reconocimiento adecuado. Antes que dedicar
un año a escribir un libro, muchos docentes prefieren emplear ese tiempo en
elaborar y que vean la luz cuatro o seis artículos.
Existe,
además, un segundo motivo que, al menos en el ámbito del Derecho mercantil,
obstaculiza un trabajo monográfico referido a algunas materias. Me refiero a
los vaivenes normativos que se han convertido en la característica constante de
ámbitos como el Derecho de sociedades, el concursal o el financiero, entre
otros. Una obra de largo alcance reclama estabilidad en el objeto de análisis.
El mercantil es un Derecho instalado en una permanente revisión, de manera que
las páginas que se redactaron hace seis meses pueden quedar en papel mojado una
mañana a la vista de los cambios que se anuncian en una web gubernamental o en
el propio BOE. En las aulas de las Facultades de Derecho ha sido clásica la
advertencia del impacto que las decisiones del legislador tienen sobre
bibliotecas enteras. Muchos profesores aspiramos a mucho menos: a que el
legislador no convierta en basura lo que estamos escribiendo, derogando o
modificando la norma aprobada hace poco tiempo. Esto sucede con la publicación
de artículos que pierden vigencia entre su remisión a una revista y su
publicación.
Publicar
depende también de las editoriales y éstas tienen la lógica pretensión de que
sus libros se vendan. Muchos libros no tienen mercado. A pesar de su valía
intelectual, su venta no se justifica comercialmente. De manera que sólo el
apoyo institucional o el patrocinio privado permiten su edición. Es frustrante
que la culminación de un esfuerzo de mucho tiempo tope con dificultades para
culminar con la correspondiente publicación.
Crisis de
lectores, que no de escritores
A
pesar de lo anterior, se publica mucho. El Derecho mercantil ha vivido en los
últimos años una eclosión editorial que es especialmente notable en dos
expresiones concretas: la proliferación de revistas jurídicas especializadas y
las obras colectivas.
De
la existencia de una Revista de Derecho Mercantil hemos pasado a la
coexistencia de una pluralidad de revistas especializadas. En ciertos sectores
de nuestra legislación mercantil contamos con varias publicaciones periódicas
de calidad. Mientras que no hace tanto conseguir la publicación en una de esas
revistas implicaba una larga espera, esa pluralidad actual ofrece a los autores
una más rápida y sencilla vía de salida a sus trabajos.
Al
propio tiempo, el galope desbocado del legislador español y europeo lo
intentamos seguir a través de publicaciones cuasi inmediatas, a las que se nos
convoca para dar respuesta al interés por explicar cómo ha cambiado la
legislación. Es imposible el seguimiento de esa evolución normativa si no se
recurre al esfuerzo coordinado de un grupo de autores. Esto sucede en España y
en otros lugares. Basta con remitir a los catálogos editoriales.
Las nuevas
tecnologías
La
crítica que Argullol hace a lo que llama los “papers” es otra en la que me permito discrepar. Es obvio que las
nuevas tecnologías son uno de los instrumentos más eficaces para sacarnos del
enclaustramiento a la Universidad y a sus habitantes. No entiendo que exista una devaluación de la calidad por
el hecho de recurrir a tales facilidades tecnológicas.
Internet
y sus múltiples expresiones nos permiten seguir a Lope de Vega en el tránsito
de las musas al papel. La publicación electrónica facilita difundir la labor de
investigación y la mejor prueba de ello son redes como SSRN o las estadísticas
que ofrecen ciertos repositorios institucionales ¿Qué decir cuando un trabajo es
objeto de decenas de miles de descargas? Es un refrendo incuestionable y
objetivo de que lo que se hace en la Universidad es seguido fuera de ella.
Por
otro lado, existe una evidente compatibilidad entre la publicación electrónica
y las formas clásicas de hacerlo. Lo que admite ser presentado como un
documento de trabajo o paper, permite
ser mejorado y corregido con vistas a su ampliación y publicación como un
artículo en una revista o dentro de un libro.
La necesaria
adaptación a los tiempos cambiantes
He
redactado esta entrada porque me animó a ello la precisión y certeza del dibujo
que Argullol hace del grave error que supone que la Universidad se refugie en
sí misma. Su diagnóstico anima a reaccionar y a buscar en el seno de nuestra
Universidad las claves para frenar ese proceso. Debemos adaptarnos a las
dificultades, combatirlas y corregirlas.
No
quiero terminar sin hacer una reivindicación de la Universidad en la que estoy
y que siempre me ha tratado muy bien. Comparto la actividad académica con mis
compañeros de un Departamento que ha intentado siempre mantener su nexo con la
Sociedad. Siento que a muchos de ellos –en especial a los más jóvenes- les está
tocando vivir una época severa. Mi reconocimiento y ánimo a todos, en el
convencimiento de que tarde o temprano su esfuerzo se verá recompensado.
Madrid,
15 de abril de 2014