Una
de las circunstancias más llamativas de la reforma de la Ley de Sociedades de
Capital (LSC) es la del lenguaje que ha invadido a este texto legal tras su
reforma por la Ley 31/2014. Es preciso recordar que se trata de una reforma que
tiene a la mejora del gobierno corporativo en el centro de su atención.
La
búsqueda de un buen o mejor gobierno no ha sido una simple cuestión
regulatoria. Son varios los criterios que vienen tratando de determinar desde
hace decenios los pilares de una buena gestión empresarial. Son muchas las
contribuciones procedentes de la organización empresarial, de las finanzas, de
la política o de las relaciones sociales, por citar las más fácilmente
perceptibles. Los juristas debemos tener presente que las recomendaciones en
esta materia están inspiradas en consideraciones heterogéneas. Quien lea el
Código Unificado de Buen Gobierno o el actual Código de Buen Gobierno de las
Sociedades Cotizadas se encontraran un lenguaje en el que abundan, junto a la
terminología propia de nuestra legislación societaria, otros términos
procedentes de ámbitos extrajurídicos. Porque ese concepto engloba reglas de
distinta naturaleza, relaciones entre los grupos participantes en una sociedad,
políticas, intereses, etc. Materia variada y terminología tan diversa como
imprecisa que trata de abarcarla.
En
el lenguaje de algunas empresas y de sus responsables aparecen a veces formas
de decir y explicar que distan de ser un modelo de claridad. En el gobierno
corporativo, como en todo donde la comunicación es esencial, la claridad en la
explicación suele ser uno de los fundamentos de la transparencia. Es sencillo
explicar lo que bien está. La labor se complica cuando el lenguaje debe
convertirse en el camuflaje de realidades empresariales difíciles.
Al
margen de esas consideraciones, en el orden normativo advierto que en la reforma de diciembre de 2014 la terminología
empresarial ha invadido nuestra LSC, que ha pasado a incluir en muchos preceptos,
algunos de ellos de especial trascendencia, términos que no tienen una
interpretación sencilla. No se trata de que esos términos no tengan un
determinado entendimiento general en el ámbito empresarial, organizativo o
financiero. Lo relevante es que en el plano jurídico, carecen de precisión. No la
tienen para determinar con el rigor que exigen normas imperativas, prohibitivas
o sancionadoras, los conceptos nucleares de las mismas. Ahí van algunos
ejemplos:
- lo “estratégico”: decisiones estratégicas
(art. 226.1), plan estratégico, carácter estratégico, estrategia fiscal (art.
529 ter);
- transacciones
[art. 229.1 a) y 529 ter.1 g)];
- funciones
ejecutivas (art. 249.3);
- funciones de
dirección (art. 529 duodecies.1);
- condiciones
estandarizadas [art. 529 ter. h)];
- activos
operativos (art. 511 bis);
- riesgo fiscal
[art. 529 ter.1 f)];
- estrategia fiscal
[art. 529 ter. i)];
- entidades de
propósito especial [art. 529 ter.1 g)];
- políticas [art.
529 ter.1 a)];
- dependencia
directa del consejo (art. 249 bis) y,
- altos directivos
(art. 529 duodecies 1 d)]
No
voy a aburrir al lector con nuevos alegatos sobre el lenguaje normativo.
Bastará con remitir a algunas y recientes obras que vienen llamando la atención
sobre la importancia que el lenguaje tiene para la calidad de nuestras leyes.
En el caso que planteo, la opción por “volcar”
en la LSC buena parte de las recomendaciones en materia de buen gobierno
debería verse acompañada de un esfuerzo de precisión de los nuevos términos y
conceptos, para aclarar y fijar el sentido que cada uno de ellos merece.
Esa demanda de precisión la recogían las
Directrices
de técnica normativa que en 2005 aprobó el Consejo de Ministros (que
entiendo que deben de seguir vigentes), cuyo apartado 101 indicaba en sus
primeros párrafos:
“Lenguaje claro y preciso, de nivel
culto, pero accesible.– El destinatario
de las normas jurídicas es el ciudadano. Por ello deben redactarse en un nivel
de lengua culto, pero accesible para el ciudadano medio, de manera clara,
precisa y sencilla.
Se
utilizará un repertorio léxico común, nunca vulgar, y se recurrirá́, cuando
proceda, al empleo de términos técnicos dotados de significado propio; en ese
caso, se añadirán descripciones que los aclaren y se utilizaran en todo el
documento con igual sentido”.
Cuando
el legislador no define sus términos esenciales, la labor queda encomendada a
los encargados de aplicar la ley. No pocos preceptos de la LSC van a requerir
una intensa labor de determinación por parte de nuestros registradores y jueces
mercantiles.
Madrid,
10 de marzo de 2015