Hace unos días adquirí unos pequeños libros en los que
grandes escritores describen determinadas ciudades europeas. Uno de los que compré es el de Stendhal, “El
síndrome del viajero. Diario de Florencia” (traducción de Elisabeth Falomir Archambault, Madrid 2011,
87 páginas). El libro sirve para ilustrar a todos los interesados en la siempre
atractiva Florencia, sobre algunos episodios que entre los meses de enero y
febrero de 1817 disfrutó el conocido escritor francés con ocasión de su visita
a la ciudad.
Si
traigo a colación el libro es porque en el prólogo aparece el recordatorio de
que Stendhal se inspiraba en el Código civil francés para escribir. He buscado
en distintos blogs literarios la formulación concreta de esta cita y parece ser
que Stendhal afirmaba que antes de escribir una novela leía algunos artículos
del Código civil “para formar su estilo”. Algunos estudiosos de la obra
de Stendhal dicen que, al recordar la influencia del Código civil en su forma
de escribir, se entiende mejor la desazón que para Stendhal suponían las
críticas a su estilo, en contraste con el romanticismo que triunfaba en aquella
época.
Esta
entrada la motiva cuestionar en qué medida encontramos en el Código civil francés,
o en cualquiera de nuestros Códigos decimonónicos, un uso ejemplar del
lenguaje, entendido éste en su sentido más amplio. Esa referencia sirve para
entender mejor la importancia que para quienes viven el Derecho tiene su uso
adecuado, que va a depender de cómo cuidemos y enriquezcamos nuestro lenguaje.
En
nuestra tradición, los juristas que han tenido un notorio reconocimiento por su
uso del lenguaje no son pocos. Basta con acudir a la Real Academia de la
Lengua. En estos momentos se me ocurren distintos juristas españoles a los que
podríamos presentar como escritores de
éxito, pero probablemente me olvidaré de alguno. Por ello, me limitaré a traer
a colación una conocida anécdota que afecta al gran mercantilista español del
siglo XX, el Maestro Joaquín Garrigues, y al no menos cualificado escritor y
académico, Miguel Delibes.
De
la relación entre ambos quedó constancia en las primeras páginas del libro Temas
de Derecho vivo, publicado por el primero en 1978. Don Joaquín solicitó al
escritor un prólogo “a fin de atenuar con su maestría de gran escritor
castellano la aridez inseparable del Derecho”. Delibes no pudo atender esa
solicitud, excusándose por medio de una carta en la que explicaba que no se
consideraba un buen “prologuista” y que por eso había rechazado redactar,
no pudiendo hacer excepciones a esa negativa. Sin embargo, su rechazo se vio
paliado por la indicada carta que Garrigues decidió incluir en el libro y en la
que Delibes señalaba:
“Usted no ignora que la raíz
de mi literatura está en su Curso de Derecho Mercantil, que abordé por
primera vez en los años 40, con el recelo que inspira de entrada esta materia, para
acabar descubriendo en él la literatura, esto es, el arte de encadenar palabras
con belleza y erudición, la exactitud del adjetivo, el ramalazo metafórico
deslumbrante y eficaz. Hasta entonces yo no había sido un lector atento, sino
un devorador de argumentos. La forma y la estructura literarias, la precisión
de la palabra, el arte de escribir en suma –al margen de lo que se cuenta- lo
encontré por vez primera en usted o, si lo prefiere, fue usted el primero
que me hizo ver belleza y eficacia en la mera combinación de unos signos”.
Es
claro que en el lenguaje de los juristas, en su uso para exponer ideas, hechos
y argumentos jurídicos, también hay grados y que en no pocas ocasiones importa
tanto lo que se dice, como la forma en que se hace. El lenguaje jurídico es
múltiple o, si se prefiere, encuentra una gran variedad de formulaciones. No es
igual hablar ante un Tribunal que redactar un escrito dirigido a éste. Ni en
cuanto a la preparación, ni en la ejecución. Es previsible que la nueva fase de
las profesiones jurídicas derivada del modelo Bolonia incentive que los Másters
de Acceso a la Abogacía incluyan asignaturas al respecto. ¿Es algo que se puede
enseñar? Sin duda. Como también es incuestionable que cualquiera puede mejorar
esas técnicas.
Retomando
a Stendahl, nos devuelve al lenguaje
escrito. Mi experiencia –limitada por personal- en relación con la jurisdicción
civil (mercantil) es que existe una costumbre generalizada de muchos letrados que
se concreta en la redacción de escritos excesivamente largos. Son muchos los
abogados que persiguen lo contrario que Stendahl: a la vista de sus escritos,
parece que aspiran a ser novelistas. Los “hechos” terminan diluyéndose
en un sinfín de páginas plagadas de afirmaciones valorativas, de forma que la
razón que pudiera amparar objetivamente el contenido de un determinado
documento, por ejemplo, termina viéndose afectada y perjudicada por una
sucesión de críticas a la conducta de la parte contraria y, en no pocas
ocasiones, a las de su defensa.
Dice
el artículo 399.3 LEC sobre la exposición de los hechos en la demanda del juicio ordinario:
“3. Los hechos se narrarán
de forma ordenada y clara con objeto de facilitar su admisión o negación
por el demandado al contestar. Con igual orden y claridad se expresarán los
documentos, medios e instrumentos que se aporten en relación con los hechos que
fundamenten las pretensiones y, finalmente, se formularán valoraciones o
razonamientos sobre éstos, si parecen convenientes para el derecho del
litigante”.
Si
por ejemplo, en la impugnación del correspondiente acuerdo societario se dice
que se ha suprimido el derecho de exclusión preferente y se transcribe el
acuerdo, será difícil que se niegue por la sociedad demandada. Si lo que se
hace es, además de afirmar ese hecho, rodearlo de juicios de dolosas intenciones
inspiradoras del acuerdo o de descalificaciones hacia los accionistas mayoritarios,
la negación en la contestación de ese hecho (en realidad, una sucesión de
hechos, valoraciones y opiniones) es ineludible.
Los
escritos jurídicos tienen un destinatario: el juez o tribunal correspondiente
(o los árbitros, en su caso). En nuestra jurisdicción, la carga de trabajo de
nuestros jueces y magistrados reclama de cualquiera que desee atraer su
atención la precisión y el interés. Se debe escribir lo justo y, además, de
manera atractiva. Con la escritura sucede como con la palabra: se puede hablar/escribir
mucho y decir poco. Y cabe el efecto opuesto. El que produce un escrito breve,
pero ordenado y preciso a la hora de describir un caso. Un escrito que, no se
olvide, suele presentarse en una fase inicial del proceso y cuyo contenido
habrá de ser desarrollado en una vista oral. Lo relevante de ese escrito, por
lo tanto, es que presente con lenguaje exacto y con una estructura ordenada,
las pretensiones respectivas. Evitar los efectos de la preclusión de la
alegación de hechos o fundamentos jurídicos no depende de escribir muchas
páginas, sino de enunciarlos de manera determinada y oportuna (cfr. arts. 400 y
406.4 LEC).
Al
final, con la excusa de Stendahl y otros, me he excedido. He escrito demasiado.
En mi descargo diré que el del lenguaje del Derecho es un tema que me atrae y,
contando con la comprensión y paciencia de los lectores, sobre el que volveré.
Madrid,
15 de febrero de 2013