Al
margen de permitir consultar publicaciones de mayor o menor actualidad, las
librerías jurídicas de Madrid se han diseñado como lugares gratos para pasar un
rato consultando todo tipo de literatura y encontrar algunas sorpresas. Para mí
lo fue saber, hace algunas semanas, que entre los best selllers de una de esas librerías se encuentra un opúsculo de
Honoré de Balzac, publicado por primera vez en 1827, y cuya traducción española
ha publicado Ediciones de Espuela de Plata en cuatro ediciones anuales, desde
la primera de 2010, que es necesario reponer cada cierto tiempo ante el goteo
de ventas.
Hablo
de un libro que es probable que después de cumplir 175 años haya encontrado en
la severa crisis económica vivida en estos últimos años un decisivo acicate
para mantener su actualidad. Su título: El
arte de pagar sus deudas sin gastar un céntimo, Madrid, 2014, 158 páginas.
Al libro le revisten de actualidad los efectos concursales y patrimoniales de
la sostenida crisis, que han orientado la legislación contractual y concursal
de una manera manifiesta hacia una mayor protección del deudor, sobre todo si
es un deudor común o un empresario (perdón, emprendedor) de reducidas
dimensión. Esos deudores, si lo son de buena fe, poco tienen que aprender en
las páginas del libro al que me refiero.
Las
ideas y ocurrencias que allí se esgrimen recuperan actualidad a la vista de las
cataratas de opiniones, afirmaciones, incertidumbres y propuestas que acompañan
desde cualquiera de las partes al debate sobre la negociación entre Grecia y
sus acreedores. Ahí sí que han aflorado algunos de los tópicos que se manejan
en una relación de deuda. Por supuesto que hay notables diferencias en la
solución del endeudamiento de un Estado (que es el futuro de sus ciudadanos)
frente a la que afecta a un deudor privado, sobre todo cuando los acreedores
principales de ese Estado son instituciones públicas. Mas esa diferenciación no
es absoluta, como lo prueba que en ese marco aparezcan argumentos manidos. A
alguno de esos argumentos me referiré en ésta y, posiblemente, en futuras
entradas.
En
ésta lo hago porque en el libro al que me refería aparecen algunos de los
argumentos clásicos del insolvente y moroso. Debo advertir que su lectura revela
que el título no se corresponde con su contenido. Lo que realmente describe y
aconseja el protagonista de las andanzas que traduce en diez lecciones no es
tanto el arte de satisfacer sus deudas sino, precisamente, el de lograr lo
contrario. Si el no pagar las deudas puede llegar a calificarse como un arte,
entonces ese es el objeto del libro que describe cómo (sobre)vivir en la
Francia de entonces, acumulando las deudas más variadas en cuanto a su origen y
cuantía y sin llegar a pagarlas, ni hacer intención de hacerlo. No faltan
situaciones o justificaciones que siguen siendo actuales, cuando la incapacidad
de cumplir las obligaciones (la insolvencia) se ha convertido en la causa de
tantos procedimientos (aunque parece que la tendencia a un menor
número de concursos está consolidada) en los que de manera cotidiana se
plantea la dialéctica entre el deudor y sus acreedores sobre el cumplimiento de
las obligaciones del primero. De convenios y liquidaciones ya hemos hablado y
hablaremos. El artista cuyas andanzas relata Balzac aporta una nueva solución
que cristaliza en la convocatoria a todos sus acreedores. Después de una
estancia hospitalaria, el protagonista comparece ante todos ellos en un
restaurante con gran solemnidad y menguadas fuerzas (pero rostro incólume, como
se verá) dispuesto a anunciarles su incapacidad de pagarles. Transcribo algunas
de las frases más provocadoras de su discurso, si bien omitiendo las reacciones
que siguen por parte de los acreedores:
“Cada
uno de ustedes encontrará aquí escrito: la suma total de lo que se le debe,
contando capital e intereses. …Pero,
señores, estarían equivocados al pensar que aquí existen pasivos y activos, como es habitual para los comerciantes agremiados.
… No, señores, no. Sólo les presento pasivos. … Sin embargo, no teman
recibir diez por ciento o veinte por ciento o hasta cuarenta por ciento de lo
que les debo legalmente. … Soy incapaz de una bajeza tal, sería una
gamberrada, y prefiero optar por no pagarles nada en absoluto. Y esa es mi
decisión. Todos ustedes no recibirán ni un solo céntimo!. …
Fue
así que descubrí el gran significado del crédito, y me di cuenta de que
está basado y reposa en un solo método, ciertamente peculiar, pero muy sólido:
que con una fidelidad inquebrantable no hay que pagarle deudas a nadie.
…
Pero
yo siempre he considerado como mi deber –y esto hasta el último momento
de mi existencia política y social-, repartir mis préstamos, que muy
frecuentemente fueron obligatorios, de tal manera que el día de mi
fallecimiento sean compartidos por un número elevado de cabezas, y sobre todo
por los más ricos. …
Pero
señores, ¿qué significa esta miserable pérdida comparada con aquellas que
despiadadamente les propina el miserable sistema financiero, que acaba de
serles presentado?. … Francamente una bagatela, comparada con las incalculables
ventajas que tendrían en el futuro con el nuevo sistema de crédito, préstamo, y
amortiguación que estoy por presentarles. He asignado a mi sobrino la tarea
de desarrollarlo, redactarlo, e imprimirlo, para que sea útil a la
colectividad, y para que, por mi ejemplo, se le abra al Estado una nueva fuente
de felicidad. …
¡Sí
señores! Si ahora quisiera extenderme sobre los beneficios que les he
aportado y los que aún estoy por ofrecerles, me sería en efecto muy
fácil probarles que son ustedes mis deudores, pero prefiero despedirme de
ustedes con el sentimiento halagador que estamos totalmente en paz. …
Le
he servido de ejemplo al rico. Le he ayudado al pobre. En realidad no he hecho
otra cosa que desplazar algunos de sus inmensos capitales para llevarlos a
plazas donde podían ser mejor utilizados.
Empecé con el nivelamiento de las montañas de oro que el destino inconscientemente
amontonó sobre ustedes. El destino hasta ahora fue ciego, de forma que le he
abierto los ojos, mis Memorias harán el resto …”.
El
deudor dejó a su sobrino la misión de exponer ordenadamente sus lecciones a
deudores y acreedores. Lecciones que pretendían ser un manual para el perfecto
jeta decimonónico y que en no pocos lugares siguen encontrando alguna vigencia.
Páginas que son un supremo ejercicio de ingenio y cinismo, que atrapa al lector
y que, conducido por el contumaz deudor que también fue Balzac, le conducen a
simpatizar con el eterno deudor.
El
ejercicio de simpatía para con el tío deudor da un giro en las últimas y escasas
páginas que ofrecen las conclusiones del cabal sobrino quien, al margen de
otras reflexiones finales y tras lamentar no haberse reído con los “chistes” que su tío planteaba con
respecto a los acreedores, recuerda el final que comparten casi todos los
deudores, con independencia de la mayor o menor gracia y habilidad aplicadas en
la lidia de sus perseguidores:
“Sé
muy bien, y todo el mundo lo sabe, que las leyes de la sociedad permiten
en estos casos –por medio de una de esas contradicciones en nuestras
costumbres, de las cuales podría nombrar con facilidad varios ejemplos-, lo
que la ley condena. También sé que durante el día los tribunales
sentencian a los deudores, pero que en la noche las obras de teatro se burlan
de los acreedores, y que en cierto modo hay un acuerdo entre el gran mundo y el
teatro, para reírse de las burlas que se hacen a los acreedores. Pero con
el tiempo los acreedores se cansan; cuando han comprobado que todos los
caminos son infructuosos, se cansan de postergar siempre una y otra vez el
plazo que se les pide, finalmente se vuelven firmes y obtienen una orden de
la Corte que les permite exigir el cumplimiento forzado”.
Una buena advertencia para algunos
deudores que parecen no distinguir entre la realidad y la ficción, o que padecen
una desorientación temporal que les lleva a pensar que, aun siendo las 12 del
mediodía, están a punto de acceder a los teatros, cuando a donde se les conduce
es a un Juzgado.
Madrid, 7 de julio de 2015