Tuve la suerte de
participar el viernes pasado en una mesa redonda en el marco del I
Encuentro Internacional Emprender desde la RSE en el mercado global. Ante
todo, mi felicitación a mis compañeras complutenses Yolanda Sánchez-Urán y
Amparo Grau y a Carmen Verdera (Cámara de Madrid) por la iniciativa que da
continuidad a alguna anterior que reseñé aquí.
Gracias por la invitación.
La responsabilidad
social de las empresas es materia sin duda importante, pero que presenta como
principal debilidad la de su imprecisión. La definición de lo que es la RSE y
lo que implica es tan amplia como indeterminada. Desde el punto de vista
jurídico, lo que plantea la RSE es una necesidad de precisar de qué hablamos.
Jesús Alfaro publicaba el pasado sábado una interesante entrada
en su
blog que nos aproxima al problema, en especial desde la perspectiva del régimen
de la organización empresarial.
Partamos de una cuestión
elemental: esto de la RSE ¿quién lo paga? Porque la RSE es una propuesta de
actuación siempre bien intencionada pero que supone la asignación de recursos
patrimoniales. En el caso de las sociedades, la asignación de esos recursos
libremente disponibles implica una opción. Atender un interés implica
normalmente desatender otro, si no en términos absolutos, siempre en una medida
relativa. Vale lo mismo para los accionistas que para los ajenos a la sociedad.
Por lo tanto, la siguiente cuestión que ha de plantearse es la de ¿quién decide
y quién responde de la RSE? Lo que apunta a los problemas clásicos del Derecho
de sociedades, aunque lo haga en su contraposición con problemas actuales. Es
esa evidencia la que impulsa los estudios que relacionan la RSE con problemas
que van desde la información societaria (v. el artículo 39.3 de la Ley de Economía
Sostenible), hasta la función del consejo (Recomendación 7 del CUBG) o la
responsabilidad de los administradores, pasando por el concepto del interés
social.
Una respuesta
adecuada a la RSE requiere tener en cuenta estos problemas y abandonar esa visión
ingenua de la RSE como una suerte de “buenismo”
empresarial que ignora que su adopción y práctica tiene un presupuesto
manifiesto: su práctica reclama una vinculación con el interés de la compañía
que la práctica y la consiguiente capacidad patrimonial. El adjetivo social no
legitima una conducta. Por ejemplo, la obra social no pueden practicarla
empresas cuya subsistencia depende por completo de masivas inyecciones de
fondos públicos. Esa intermediación no la legitima la pretendida
responsabilidad social sin responsables.
Madrid, 10 de
junio de 2013