A las pérdidas padecidas por J.P.
Morgan en su negociación con derivados vienen dedicando los medios de
comunicación internacionales y españoles una atención destacada. Destacada, en
función de la entidad afectada, que no en vano es una de las que ha surgido más
fortalecida a partir de la crisis financiera estadounidense y cuyo principal
ejecutivo aparece como una de las figuras de referencia en el sistema
financiero estadounidense, pero también como consecuencia acentuada de la
gravedad de las pérdidas reconocidas. Unas pérdidas que no acaban de ser
concretadas, puesto que el pasado lunes 21 de mayo Diario
Expansión informaba de que éstas pueden ascender a más del doble de lo
inicialmente estimado.
Desde el punto de vista jurídico, se
plantean algunas cuestiones. La primera tiene que ver con la organización de
las instituciones financieras. La historia reciente del sistema financiero
internacional está trufada de situaciones en las que una persona aislada es capaz
de generar con las operaciones que celebra pérdidas que llevan a arruinar a
entidades relevantes. Estamos ante un fallo regulatorio cuando se producen
estas pérdidas en función de los actos de una única persona. Por supuesto que
hay un fallo organizativo, pero también habrá que plantearse si no debe el
ordenamiento imponer medidas de control de riesgos más rigurosas. Es lo que
viene sucediendo desde hace tiempo, precisamente con la voluntad de combatir
estas situaciones ya conocidas. Las pérdidas afectan a los intereses
particulares vinculados con esa entidad, pero merman también la confianza en el
sistema. Amenazan, por lo tanto, los intereses generales.
Provoca sorpresa que esas pérdidas
generen una reacción parlamentaria, exigiendo la comparecencia del máximo
responsable de J.P. Morgan, y también la intervención del Departamento de Justicia.
Tenemos que asumir que registrar pérdidas, incluso cuantiosas, puede ser objeto
del desarrollo normal de la actividad empresarial. Tendrá que dar lugar a una
reacción de los accionistas a la hora de censurar a los gestores a quienes
quepa atribuir, aunque sea de forma indirecta, la responsabilidad por ese daño
al patrimonio de la sociedad, pero las pérdidas no son, per se, expresión de gestión irregular, desleal o delictiva.
Es manifiesto que, como ya he
recordado en entradas anteriores sobre este tema, el episodio del que hablo
llega en un momento de alta tensión entre el sector financiero y el gobierno y la
mayoría parlamentaria en el Congreso con respecto al desarrollo de la Ley
Dodd-Frank, en relación con la contratación de derivados. Referencias
explícitas a esa situación se encuentran en el artículo que el Prof. Jonathan
Macey publicó bajo el título “Losing Money Isn't a Crime”.
Madrid, 25 de mayo de 2012