La
negativa experiencia de la crisis financiera de Chipre suscitó el debate sobre
el papel que debían jugar los depositantes bancarios ante crisis de entidades
de crédito. Quizás sea más correcto decir que lo que se planteó es el papel de
sus depósitos de dinero puesto que la novedad del rescate del sistema chipriota
pasaba por utilizar parte de los fondos depositados por los clientes en el
saneamiento de las entidades. La solución provocó en su momento una notable y
lógica convulsión dado que suponía utilizar con esa finalidad de saneamiento
recursos patrimoniales que hasta ahora habían permanecido fuera de discusión.
El
antecedente chipriota dejó una serie de debates de mayor alcance que han
ocupado en los últimos meses a las instituciones europeas y que ya con un
carácter general y más reposado, han pretendido dar respuesta a una cuestión
fundamental: ¿cabe utilizar los depósitos de los clientes en el rescate
bancario? La pregunta parece sencilla pero como se adivina con facilidad,
apunta a uno de los grandes problemas que afronta la Unión Europea y la
regulación de su sistema financiero. Porque las cuestiones sobre los
depositantes pasan por resolver una jerarquía de paganos ante la insolvencia de
una entidad. Nos encontramos con la lógica reacción que comporta la aplicación
de ingentes sumas de recursos públicos (el dinero de los contribuyentes en la
expresión más precisa) para el rescate de distintas entidades y en varios
Estados europeos. Esos programas han generado una reacción social que se
plantea si no se está haciendo que los contribuyentes acudan al salvamento de
entidades de crédito sin que quienes estaban directamente implicados en las
mismas agotaran sus esfuerzos patrimoniales con ese mismo propósito. De tal
manera que tanto el Comité
de Asuntos Económicos del Parlamento Europeo como la Comisión Europea han
anunciado la puesta en marcha de cambios normativos destinados a asegurar que
el saneamiento de una entidad correría por cuenta de los accionistas, los
tenedores de cualquier tipo de deuda emitida por la entidad y, en último
término, por sus depositantes. Adicionalmente habría que concretar los
presupuestos necesarios para el recurso a los fondos públicos.
Las
quitas a los depósitos se plantean exclusivamente para aquellos que exceden del
importe asegurado por los fondos estatales correspondientes. Otra cosa
supondría una clamorosa contradicción. La ley no puede garantizar unos
depósitos al mismo tiempo que autoriza que sufran mermas o descuentos por
intereses ajenos a los de los propietarios de esos depósitos. De manera que
bajo ningún concepto podrán tocarse los depósitos por debajo del máximo legal
garantizado que, en estos momentos, asciende a 100.000 euros.
La
solución que se está diseñando con la idea de que esté en vigor a partir de
enero de 2016 no me parece acertada. Su impacto sobre los fundamentos de la
contratación bancaria y el funcionamiento de los sistemas financieros merecen
un análisis mucho más reposado, sin perjuicio de lo cual su trascendencia
invita a realizar comentarios de urgencia.
Aún
por encima de dicho importe, los depósitos deberían quedar exonerados de quitas
o demás posibles intervenciones. Los depósitos son siempre recursos ajenos. Los
depósitos expresan la confianza en una determinada entidad y cualquier
vulneración que sufran van contra esa confianza. Lo que va a provocar ese
posible uso de los depósitos es una mayor volatilidad de éstos desde entidades
y mercados en los que se atisbe el más mínimo problema hacia aquellos
competidores que se muevan en mercados más estables. No es una solución que
contribuya a la armonización y estabilidad del denominado mercado único.
Madrid,
27 de mayo de 2013