Voy a dedicar unas líneas al
término empresario. Sobre el uso y no uso que merece en la actualidad, en el
lenguaje jurídico y fuera de él. El Derecho, en general, otorga especial
significación a las palabras, en cuanto las convierte en presupuestos de
sistemas legales, normas, deberes, derechos, estatutos, etc.. De ahí que el
lenguaje jurídico reclame precisión en los términos, que se convierten en
conceptos. Para que la interpretación de una disposición legal no de lugar a
inseguridad, es frecuente legal la encabece, precisamente, la definición de sus
conceptos (términos) fundamentales. El ordenamiento mercantil se ha visto
plagado de preceptos que nos dicen cómo ha
de entenderse tal o cual concepto “a los
efectos de esta ley”.
Esta introducción persigue
llamar la atención sobre la conveniencia (incluso, la necesidad) de que los
conceptos que soportan una disciplina jurídica disfruten de claridad, condición
ineludible para alcanzar la certeza. Ésta no depende sólo del uso que los
términos con relevancia jurídica encuentran en su estricta aplicación (en las
leyes, jurisprudencia o actos administrativos), sino también en su uso general
o coloquial. La distancia entre ambos usos terminará generando inseguridad en
el primero. Que es lo que creo que sucede en relación con la voz empresario.
El Derecho mercantil se ha
construido sobre un criterio subjetivo: el Derecho mercantil es “la parte del Derecho privado que comprende
el conjunto de normas jurídicas relativas a los empresarios y a los actos que
surgen en el ejercicio de su actividad profesional en el mercado”
[definición que tomo de las Instituciones
de Derecho mercantil34, t. I, Cizur Menor (2011), pág.67]. Ese
concepto afronta en el artículo 1 del Código de Comercio la dualidad persona
física y jurídica y, en relación con ésta, la relevancia que tienen las
sociedades mercantiles. Abordamos el estatuto de todo empresario y calificamos
actos y contratos como mercantiles a partir de su presencia en los mismos. Las
notas características de la figura empresarial han ocupado a generaciones de
mercantilistas y preocupado a otras tantas de estudiantes de la asignatura. El
resultado de ello es que quien estudie Derecho mercantil sabrá con certeza a
quién cabe atribuir esa condición de empresario y a quién no. Mas ese
conocimiento encuentra alguna contradicción en realidades de nuestra Economía y
Política que me atrevo a apuntar.
La primera es la aparición del
concepto de “emprendedor”, rutilante
estrella de nuestra triste actualidad económica, para la que se anuncia incluso
alguna iniciativa legal de tutela o promoción (la anunciada “Ley de emprendedores”), al igual que no
faltan actuaciones administrativas con similar propósito. Espero que esas
iniciativas se concreten para descartar que estamos ante un recurso lingüístico
destinado a evitar hablar de empresarios como sujetos de alguna tutela. Es
decir, que el término emprendedor es una forma “políticamente correcta” de hablar, en la modalidad elusiva. No
usemos un término con significación pacífica, aunque comprometedora, y
sustituyámoslo por otro de difusos contornos y, por eso mismo, maleable. Porque
las medidas para los emprendedores son, en realidad, una actualización de
políticas de ayuda e impulso para las pequeñas y medianas empresas o para los
autónomos. En definitiva, que emprendedor y empresa o empresario vienen a ser
una misma cosa.
Lo relevante es que la
utilización de un lenguaje que se cree más correcto desde un punto de vista
político no termine debilitando la seguridad jurídica. Con independencia de las
simpatías o antipatías que algunos piensen que acompañan al título de
empresario, serlo es decisivo para el ordenamiento mercantil. Cualquier
imprecisión de la figura terminará afectando a las normas destinadas a la misma.
Más vale mantener los conceptos pacíficos en nuestro ordenamiento y construir
sobre ellos el régimen especial que se quiera. Contamos con algunas
experiencias llamativas (chuscas, dirán algunos), como la de la “sociedad nueva empresa” que no es sino una
sociedad limitada (que ha tenido un muy escaso éxito como consecuencia de las
limitaciones que acompañaban su estatuto especial). Mas lo cierto es que no fue
afortunada la denominación: son una abrumadora mayoría las sociedades (de
distinto tipo) que se constituyen y que dan lugar a una nueva empresa.
La segunda reflexión que deseo
compartir es la confusión, de mayor antigüedad y gran intensidad, que lleva a
presentar como empresarios a quienes carecen de toda característica que
legitime tal atribución. Explicada de forma breve, la confusión pasa por
presentar como titular de la empresa a quien no es sino parte de su
administración y ejerce el poder de representación de aquella. Esto vale para
los administradores de una sociedad mercantil, para un apoderado, para el tutor
de un empresario menor de edad, pero sin que ninguno de ellos pase a ser el
empresario. La actividad económica que realizan esos sujetos no la despliegan
en nombre propio, sino en nombre de otra persona que es sobre quien recaen las
consecuencias de los actos de sus representantes.
La valoración de esta confusión
admite matices. Así, siendo los empresarios en la mayoría de las ocasiones
sociedades mercantiles que actúan en el debate social por medio de personas
físicas, es compresible esa asimilación entre representante y representado,
partiendo de que la opinión de éste está inspirada exclusivamente en los
intereses de aquél. No merece similar comprensión la asimilación que se propone
entre el empresario y quien es o ha ocupado puestos ejecutivos cuando los
intereses en juego son los del ejecutivo. Un ejemplo escandaloso lo ofrecen las
declaraciones de directivos empresariales en contra de las transparencias de
las retribuciones. De las suyas, por supuesto. Posición legítima, siempre que
se defienda en nombre propio y no confundiendo los intereses de la sociedad con
los particulares, confusión que plasman titulares informativos cuando, por
ejemplo, dicen que son las empresas las que expresan reparos a una mayor
transparencia. ¿La empresa? ¿Los accionistas?
Por último, tampoco me parece
afortunada la práctica, habitual en los medios de comunicación, de presentar
como empresarios a personas en cuya trayectoria personal y profesional no se
advierte ninguna de las características de las que parte el ordenamiento a hora
de atribuir aquella condición. Esta situación se advierte con claridad en las
sociedades cotizadas. En éstas, algunos de sus consejeros son calificados
merecidamente como empresarios. No ya por su condición de administrador, sino
por su condición de accionistas mayoritarios o significativos de la sociedad,
que participan del “riesgo y ventura”
de la actividad empresarial de forma directa a través de los resultados. Esta
doble vinculación con la sociedad es frecuente en nuestras sociedades cotizadas
en las que se ha destacado la existencia de paquetes de control muy superiores
a los que se observan en otros Estados europeos.
No son empresarios, sin
embargo, quienes ocupando cargos ejecutivos en esas sociedades, no participan en
modo alguno de ese riesgo y ventura. Soportan un riesgo nulo, porque no son
titulares de una sola acción y porque su retribución se basa en una relación
jurídico-laboral, que es la que les guarece de los malos resultados. La
posición de esas personas es plenamente legítima y respetable y su trayectoria
puede dar lugar a una merecida reputación como gestores de intereses ajenos,
pero no debiera llevar a presentarles erróneamente como titulares de una
actividad empresarial propia.
Madrid, 12 de septiembre de
2012