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miércoles, 12 de septiembre de 2012

Sobre la condición de empresario



Voy a dedicar unas líneas al término empresario. Sobre el uso y no uso que merece en la actualidad, en el lenguaje jurídico y fuera de él. El Derecho, en general, otorga especial significación a las palabras, en cuanto las convierte en presupuestos de sistemas legales, normas, deberes, derechos, estatutos, etc.. De ahí que el lenguaje jurídico reclame precisión en los términos, que se convierten en conceptos. Para que la interpretación de una disposición legal no de lugar a inseguridad, es frecuente legal la encabece, precisamente, la definición de sus conceptos (términos) fundamentales. El ordenamiento mercantil se ha visto plagado de preceptos que nos dicen cómo  ha de entenderse tal o cual concepto “a los efectos de esta ley”.


Esta introducción persigue llamar la atención sobre la conveniencia (incluso, la necesidad) de que los conceptos que soportan una disciplina jurídica disfruten de claridad, condición ineludible para alcanzar la certeza. Ésta no depende sólo del uso que los términos con relevancia jurídica encuentran en su estricta aplicación (en las leyes, jurisprudencia o actos administrativos), sino también en su uso general o coloquial. La distancia entre ambos usos terminará generando inseguridad en el primero. Que es lo que creo que sucede en relación con la voz empresario.

El Derecho mercantil se ha construido sobre un criterio subjetivo: el Derecho mercantil es “la parte del Derecho privado que comprende el conjunto de normas jurídicas relativas a los empresarios y a los actos que surgen en el ejercicio de su actividad profesional en el mercado” [definición que tomo de las Instituciones de Derecho mercantil34, t. I, Cizur Menor (2011), pág.67]. Ese concepto afronta en el artículo 1 del Código de Comercio la dualidad persona física y jurídica y, en relación con ésta, la relevancia que tienen las sociedades mercantiles. Abordamos el estatuto de todo empresario y calificamos actos y contratos como mercantiles a partir de su presencia en los mismos. Las notas características de la figura empresarial han ocupado a generaciones de mercantilistas y preocupado a otras tantas de estudiantes de la asignatura. El resultado de ello es que quien estudie Derecho mercantil sabrá con certeza a quién cabe atribuir esa condición de empresario y a quién no. Mas ese conocimiento encuentra alguna contradicción en realidades de nuestra Economía y Política que me atrevo a apuntar.

La primera es la aparición del concepto de “emprendedor”, rutilante estrella de nuestra triste actualidad económica, para la que se anuncia incluso alguna iniciativa legal de tutela o promoción (la anunciada “Ley de emprendedores”), al igual que no faltan actuaciones administrativas con similar propósito. Espero que esas iniciativas se concreten para descartar que estamos ante un recurso lingüístico destinado a evitar hablar de empresarios como sujetos de alguna tutela. Es decir, que el término emprendedor es una forma “políticamente correcta” de hablar, en la modalidad elusiva. No usemos un término con significación pacífica, aunque comprometedora, y sustituyámoslo por otro de difusos contornos y, por eso mismo, maleable. Porque las medidas para los emprendedores son, en realidad, una actualización de políticas de ayuda e impulso para las pequeñas y medianas empresas o para los autónomos. En definitiva, que emprendedor y empresa o empresario vienen a ser una misma cosa.

Lo relevante es que la utilización de un lenguaje que se cree más correcto desde un punto de vista político no termine debilitando la seguridad jurídica. Con independencia de las simpatías o antipatías que algunos piensen que acompañan al título de empresario, serlo es decisivo para el ordenamiento mercantil. Cualquier imprecisión de la figura terminará afectando a las normas destinadas a la misma. Más vale mantener los conceptos pacíficos en nuestro ordenamiento y construir sobre ellos el régimen especial que se quiera. Contamos con algunas experiencias llamativas (chuscas, dirán algunos), como la de la “sociedad nueva empresa” que no es sino una sociedad limitada (que ha tenido un muy escaso éxito como consecuencia de las limitaciones que acompañaban su estatuto especial). Mas lo cierto es que no fue afortunada la denominación: son una abrumadora mayoría las sociedades (de distinto tipo) que se constituyen y que dan lugar a una nueva empresa.    

La segunda reflexión que deseo compartir es la confusión, de mayor antigüedad y gran intensidad, que lleva a presentar como empresarios a quienes carecen de toda característica que legitime tal atribución. Explicada de forma breve, la confusión pasa por presentar como titular de la empresa a quien no es sino parte de su administración y ejerce el poder de representación de aquella. Esto vale para los administradores de una sociedad mercantil, para un apoderado, para el tutor de un empresario menor de edad, pero sin que ninguno de ellos pase a ser el empresario. La actividad económica que realizan esos sujetos no la despliegan en nombre propio, sino en nombre de otra persona que es sobre quien recaen las consecuencias de los actos de sus representantes.

La valoración de esta confusión admite matices. Así, siendo los empresarios en la mayoría de las ocasiones sociedades mercantiles que actúan en el debate social por medio de personas físicas, es compresible esa asimilación entre representante y representado, partiendo de que la opinión de éste está inspirada exclusivamente en los intereses de aquél. No merece similar comprensión la asimilación que se propone entre el empresario y quien es o ha ocupado puestos ejecutivos cuando los intereses en juego son los del ejecutivo. Un ejemplo escandaloso lo ofrecen las declaraciones de directivos empresariales en contra de las transparencias de las retribuciones. De las suyas, por supuesto. Posición legítima, siempre que se defienda en nombre propio y no confundiendo los intereses de la sociedad con los particulares, confusión que plasman titulares informativos cuando, por ejemplo, dicen que son las empresas las que expresan reparos a una mayor transparencia. ¿La empresa? ¿Los accionistas?

Por último, tampoco me parece afortunada la práctica, habitual en los medios de comunicación, de presentar como empresarios a personas en cuya trayectoria personal y profesional no se advierte ninguna de las características de las que parte el ordenamiento a hora de atribuir aquella condición. Esta situación se advierte con claridad en las sociedades cotizadas. En éstas, algunos de sus consejeros son calificados merecidamente como empresarios. No ya por su condición de administrador, sino por su condición de accionistas mayoritarios o significativos de la sociedad, que participan del “riesgo y ventura” de la actividad empresarial de forma directa a través de los resultados. Esta doble vinculación con la sociedad es frecuente en nuestras sociedades cotizadas en las que se ha destacado la existencia de paquetes de control muy superiores a los que se observan en otros Estados europeos.

No son empresarios, sin embargo, quienes ocupando cargos ejecutivos en esas sociedades, no participan en modo alguno de ese riesgo y ventura. Soportan un riesgo nulo, porque no son titulares de una sola acción y porque su retribución se basa en una relación jurídico-laboral, que es la que les guarece de los malos resultados. La posición de esas personas es plenamente legítima y respetable y su trayectoria puede dar lugar a una merecida reputación como gestores de intereses ajenos, pero no debiera llevar a presentarles erróneamente como titulares de una actividad empresarial propia.

Madrid, 12 de septiembre de 2012